No era para menos, y además hacía pensar: un mar de banderas y camisetas rojiblancas en las traineras y lanchas que acompañaban por la ría a esa mítica embarcación de carga costera y de nombre Athletic; riberas y puentes atestadas de un pueblo formado por gente de todas las edades y condiciones, entonando el himno de su equipo y otras coplas populares como la famosa: “Por el río Nervión bajaba una gabarra, rúmbala, rúmbala, rum”.
La apoteosis para celebrar el título del equipo vizcaíno después de 40 años de sequía y varias finales perdidas, galvanizó a todo un pueblo y se convirtió en una imagen muy poderosa de una gran fiesta pacífica, de un delirio colectivo sin romper un plato y de un saberse una comunidad unida por una afición y un sentido de pertenencia que desbordaba el plano puramente futbolístico.
Primera acepción de la palabra “guirigay”: bulla, algazara, algarabía. Esto nos puede hacer pensar en una armonía dentro de la euforia, algo forzosamente pasajero pero que deja huella en quien participa.
Sin embargo, existe otra cara de la moneda: guirigay como griterío y confusión que resultan cuando varios o muchos hablan a la vez y desordenadamente. Y esto, por desgracia, puede aplicarse a buena parte de la clase política actual española y no digamos a los portavoces y líderes tronando desde el atril de oradores del Parlamento o ante una selva de micrófonos y cámaras para declaraciones a pie de calle. Fenómeno que se reproduce miméticamente y a escala en los parlamentos autonómicos y hasta en los consistorios locales de las ciudades importantes.
Vivimos en un país con los políticos crispados y con una parte de la sociedad también así. Este guirigay maligno en el que se cruzan descalificaciones groseras en todos los tonos menos en el ponderado contamina la convivencia ciudadana, irradia un poderoso mal ejemplo y es el mejor caldo de cultivo para la desafección política, entendiendo por política la más noble acepción de la palabra: la actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo. Los mejores comentaristas políticos de este país nos lo recuerdan con frecuencia, pero su advertencia parece caer en saco roto, toda vez que priman los intereses inmediatos de rédito electoral, entre otros.
La excepción que confirma la regla nos demuestra que, si hay voluntad, puede superarse este guirigay nocivo: un día antes de que la mítica gabarra surcara la ría cargada con la Copa, la Cámara Baja del Parlamento español aprobó por una muy amplia mayoría la toma en consideración de la iniciativa popular (ILP) para la regularización de inmigrantes sin papeles con residencia en nuestro país anterior al 1 de noviembre de 2021. Solo la extrema derecha se quedó al margen de esa propuesta ciudadana apoyada por 611.821 firmas, impulsada por la plataforma Esenciales con el respaldo expreso de más de 900 organizaciones de personas migrantes, defensoras de los derechos humanos, sindicatos, ayuntamientos y entidades de Iglesia con el respaldo explícito de la Conferencia Episcopal.
A la ley de regularización le queda aún un largo trámite parlamentario y no pocos peligros que sortear para beneficiar a medio millón de extranjeros en situación de sin papeles, pero es una buena muestra de que, cuando hay voluntad y ganas de entenderse, la política en este país puede dejar de ser una olla de grillos, un molesto guirigay, para convertirse en la más alta actividad de servicio a la ciudadanía, con especial énfasis en las personas más vulnerables.
Vale la pena realizar esta travesía por la ría de la sociedad: ella sabrá agradecerlo, con Copa, como el Athletic en su gabarra, o sin ella; pero siempre con honra.
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