La generación sólida
Mi madre ha fallecido recientemente después de noventa y dos años de vida intensa y significativa. Cuando reflexiono en lo mucho que le debo, pienso por extensión en toda una generación que comparte con ella algunos rasgos distintivos que les definen como la generación sólida. Solidez de peñasco de montaña desafiando las tormentas.
Esta generación tuvo que lidiar con una guerra fratricida, con una posguerra espantosa, y con varias décadas de pobreza extrema. Fueron ellos quienes trabajaron de jóvenes, fundaron familias y las sostuvieron con su trabajo, educaron a los hijos, que tuvieron la vida más fácil que la generación precedente; cuidaron de sus padres, ayudaron en el cuidado y guarda de sus nietos, y durante la crisis fueron el sustento de muchas familias con su modesta pensión. Aceptaban la realidad tal como era, sin escapismos ni idealizaciones. Sabiendo que, aunque fuera áspera la existencia, no era de provecho imaginarla diferente, ni refugiarse en sueños fantasiosos.
Tenían unos principios sólidamente aprendidos en la escuela de la vida, que para ellos eran innegociables, porque estaban inscritos en el sentido común. En buena medida fundamentados en una fe tan sencilla como profunda, que les llevó a dar lo que tenían: tiempo, bienes y energías a quien lo solicitara.Tenían sus verdades, que les guiaban por el camino de la vida, pero no pretendían dar lecciones a nadie, pues bien conocían sus límites, y entendían que había gente que sabía mucho más que ellos, y que la verdad no se identifica con lo que a uno se le antoja, sino es resultado de ardua búsqueda y empeño.
Esta generación no consumió energías en quejas y lamentos. Asumió sus responsabilidades y supo pedir perdón, sin culpar a nadie de los propios errores. Afrontó con decisión las incomodidades y las luchas, porque sabían bien que la vida es dura, y que no podían malgastar las energías en lamentarse. No esperaban que nadie les resolviera los problemas, aunque estaban dispuestos a ayudar a quienes lo solicitara.
Generación agradecida, que, puesto que sabía bien de la dureza de la vida, también conocía el arte de valorar las pequeñas cosas, ponderarlas y agradecerlas. No interpretaban los favores como algo que les era debido, sino que sabían lo que costaban y los apreciaban en su justa medida.
Mi madre me enseñó el significado de la palabra amor más que ningún libro de espiritualidad. Ella supo atender a mi padre cuando la enfermedad de Alzheimer le privó de sus facultades mentales, ocupándose de él con heroísmo, generosidad y entrega. Estuvo pendiente de sus necesidades las veinticuatro horas del día, sin lamentos y sin darse importancia. No se quejó de que la dependencia de su marido le privara de la libertad a la que tenía derecho. Se olvidó de sí misma, y solo pensó en facilitarle la vida al máximo, poniendo en ello todas sus energías Era muy consciente de que había hecho la promesa de amarse de por vida, y que ahora era el momento de ponerlo en práctica.
Recuerdo la respuesta que nos dieron mis padres a mi hermano y a mí, cuando independientemente y al mismo tiempo, ambos les anunciamos que queríamos ser salesianos. “No os preocupéis, seguid vuestra vocación. Dios no nos abandonará”. No se puede expresar mejor y con mayor sencillez la fe anclada en lo más profundo de la persona. Sin aspavientos ni alardes. Jamás he olvidado estas palabras y esta actitud. Y han sido, sin duda, una de las lecciones de vida más grandes que he recibido en mi existencia.
Pienso por contraste en el mundo líquido que nos rodea; centrado en un individualismo tóxico, que cultiva la autorreferencia como categoría permanente de vida; y produce tantas víctimas, y origina tantos trastornos mentales que llenan las consultas de psiquiatras.
Mis padres y su generación decidieron ser felices, sabiendo cuál era el lugar que debían ocupar en el torbellino de la vida, en la que encontraron las huellas que Dios deja discretamente al pasar. Supieron dar sentido a su vida, y llenarla de buenas cosas, pues así se llena de eternidad la existencia fugaz.
Nunca podremos agradecerles lo suficiente lo mucho que nos legaron.
Miguel Gambín
AMEN!!!
Así es, bonitas palabras que demuestran lo maravillosa y gran mujer que fue tu madre. Y toda su generación.
D. E. P.