La fuerza del afecto
Soy una hogaza de pan de maíz. Nací de las manos de Mamá Margarita. Tostó varias mazorcas a fuego lento. Separó los granos y los molió. Sobre la artesa mezcló la harina con agua tibia. Añadió levadura y un poco de sal… Así nació la masa amarilla que dio forma a mi cuerpo.
Mientras me amasaba intuí que yo no iba a ser una hogaza cualquiera. Su tacto era ternura y caricia. Cuando me horneó, me sentí orgullosa de mi piel dorada y crujiente.
Caliente todavía, me envolvió en un paño blanco. Me depositó en una cesta de mimbre junto a una botella de vino. Emprendimos camino.
Llegamos a la ciudad de Chieri tras varias horas de viaje. Mi dueña se detuvo ante un edificio oscuro. Llevaba una sonrisa prendida en los labios. Quería dar una sorpresa a su hijo, el joven seminarista Juan Bosco. Me alegré al saber que yo y mi compañera, la botella de vino, éramos prolongación del afecto de una madre.
De pronto, algo comenzó a ir mal. Un sacerdote de rostro enjuto rogaba a mi dueña que le acompañara a la enfermería del seminario: Juan Bosco permanecía en cama gravemente enfermo: “Desde hace un mes no come nada: le repugnan las comidas y padece insomnio…”.
Mamá Margarita penetró en la habitación. Allí estaba Juan: arrebujado entre sábanas, pálido el rostro y vidriosa la mirada. Se abrazaron. Juan Bosco no podía disimular su estado. Madre e hijo conversaron largamente con tenue voz. Fui testigo de su sufrimiento.
Cuando terminó la visita, Mamá Margarita tomó la cesta donde yo permanecía junto a la botella de vino. La debilidad del enfermo no aconsejaba dejarnos allí. Regresábamos. Pero al cruzar el umbral de la puerta, se escuchó la voz de Juan: “Madre, déjeme el pan y el vino que me ha traído… haré feliz a algún compañero”. Mamá Margarita accedió. Nos depositó sobre la mesita de noche. Luego, marchó.
No habría pasado ni una hora, cuando sentí que Juan me tomaba en sus manos. Partió con esfuerzo un pedazo de mi cuerpo. Se lo llevó a la boca… Me masticó despacio mientras tomaba un trago de vino. Miré fijamente a la botella. ¡Teníamos la oportunidad de devolver la salud a aquel joven! Hicimos acopio de la fuerza y el afecto que habíamos aprendido de Mamá Margarita.
Juan Bosco comió poco a poco todo mi cuerpo de hogaza. Acompañó cada bocado con un pequeño sorbo de vino. Cuando terminó, le invadió un sueño tan profundo que temieron fuera el definitivo. Pero no. A la mañana siguiente estaba curado… Recobró la fuerza y la sonrisa. Renació a la vida.
Las crónicas relatan que una hogaza de maíz y una botella de vino obraron el portento… Pero nosotras dos que fuimos las protagonistas de aquella historia, conservamos todavía el secreto: aquel prodigio se debió al amor, la fuerza y la ternura de una madre, Mamá Margarita.
Nota: Curso 1839-1840. Juan Bosco, joven seminarista, sufre una seria enfermedad. Mamá Margarita, desconocedora de la gravedad de su hijo va a visitarlo llevándole una hogaza de pan de maíz y una botella de vino. Juan Bosco recuperó la salud comiendo el pan y bebiendo el vino traídos por su madre (MBe I, 384-385).
Fuente: Boletín Salesiano
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