Hace unos días, en unos conocidos grandes almacenes de nuestro país, fui atendido por una chica que se desvivió literalmente por ayudarme a encontrar un libro que estaba buscando. Su sonrisa, su preocupación real por querer solucionar el problema y la profesionalidad con que lo hacía, no pudo menos que conmoverme.
Antes de marcharme, sin que ella lo supiera, acudí a atención al cliente para pedir una hoja de felicitación. Aunque es un trámite poco conocido, es algo que cualquiera puede hacer.
La cara de sorpresa de los empleados fue un auténtico poema. Llamaron rápidamente al supervisor, que a su vez llamó a toda prisa al responsable de planta. Otro, con un pinganillo, avisaba nervioso a otro señor que se personó con cara de incredulidad y asombro. Los codazos de unos y otros eran evidentes y nada disimulados. Pero me aturdió substancialmente ver los espasmos en la cara de la gente que esperaba a ser atendida, como quien hubiera visto un tiburón en el Guadalquivir. No sabían ni siquiera de la existencia de las hojas de felicitaciones.
Ya con más pausa, me comentaba unos de los empleados -que por su aspecto parecía ya cercano a su jubilación merecida- que solo había asistido a tres hojas de felicitaciones en toda su carrera profesional. Curiosamente el mismo número de reclamaciones que reciben diariamente de media.
El agradecimiento es una actitud, no un postureo, ni se resume en un manual de buenas costumbres. Se adquiere desde pequeñito, a la par que la primera leche de nuestra madre y nos acompaña siempre que la alimentemos con pequeños gestos que convertimos en habituales.
Para los creyentes adquiere -todavía más si cabe- un significado más amplio, pues la Eucaristía se nutre y es, en esencia, acción de gracias. Por eso es una aberración difícil de digerir que nuestro compromiso dominical con el Señor no se traduzca en buenas obras, en generosidad habitual, en siembra abundante sin esperar nada a cambio y todo ello con la sencillez y humildad de quien sabe que nada nos llevaremos y que todo lo hemos recibido de otros (y del Otro). Eso explica que el orgullo y la prepotencia sean los defectos que más indignan a la gente.
Cultivemos la gratitud, la auténtica, la que brota del corazón, porque además de dar sentido a lo que somos y hacemos, une a las personas en las causas comunes.
Urge ser agradecidos, tanto como la protección de los polos o la preservación de las selvas, no vaya a ser que sea cierto lo que afirmaba magistralmente Daniel Defoe: “Todo nuestro descontento por aquello de lo que carecemos procede de nuestra falta de gratitud por lo que tenemos.”
De lo que concluimos con la siguiente moraleja, tan triste como cierta: el agradecimiento lleva el mismo camino que el lince ibérico, especie en extinción, y a aquel no le bastará con guardar su ADN en el congelador.
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