Mis muros de iglesia antigua se alzaban junto al canal del río Dora. Un considerable número de molineros con sus familias frecuentaban las rutinarias celebraciones que el cura del lugar celebraba en mi interior. Todos mis feligreses eran funcionarios del Ayuntamiento de Turín; empleados en moler trigo para la ciudad.
Los molinos producían un rumor sordo y continuo al triturar el cereal. La quietud del lugar tan sólo se veía alterada por el trasiego de carros y carretas que traían sacos de trigo de los campos y llevaban harina para las panaderías.
Todo cambió un domingo del mes de julio. Un murmullo de voces jóvenes fue creciendo. Mi silencio se vio alterado por la llegada de más de trescientos niños y jóvenes capitaneados por dos curas de escasa estatura.
Se adueñaron de mi interior como savia de primavera que revienta en brotes nuevos. Eran caminantes. Yo tan sólo iba a ser una etapa en su camino. Todavía resuena el eco del primer sermón que aquellos dos curas jóvenes, –Juan Bosco y Juan Bautista Borel–, dirigieron a los chicos. Entre sonrisas les hablaron de coles… Sí. Les dijeron que si las coles no se trasplantan no se hacen grandes y hermosas. De igual forma el Oratorio debía ser transplantado.
Durante los meses que estuvieron al abrigo de mis muros sentí envidia de sus predicaciones y cantos… Qué distintas sus celebraciones de la religiosidad soñolienta marcada por sermones de oficio. Todavía me vienen a la memoria los gritos y las risas de sus juegos, que aunque realizados en la explanada contigua, llegaban tenuemente hasta mí.
Un domingo de invierno marcharon para siempre, acusados por el Ayuntamiento de perturbar la paz de los molineros. No hubo grandes despedidas. Cambiaban de oasis. Aquel nuevo pueblo de Dios, formado por jóvenes, proseguía camino hacia su Tierra Prometida. Don Bosco, como un nuevo Moisés, les guiaba.
Cuando todos hubieron marchado, alguien abrió lentamente mi puerta. Era Juan Bosco. Pensé que había olvidado su libro de oraciones… Pero no. Se puso de rodillas y rezó en silencio. Seguramente pidió a Dios que tomara sus días, como granos de trigo, y los moliera para hacer con ellos un pan grande y compartido para sus chicos.
Luego marchó. Nunca más regresó al silencio de mis muros. Su vida miraba siempre hacia el futuro.
Nota: Durante algunos años el Oratorio de Don Bosco fue itinerante. En julio de 1845 se trasladó a la Iglesia de San Martín de los Molinos del río Dora. El alboroto de los chicos provocó las quejas de los vecinos y el Ayuntamiento les obligó a cambiar de lugar (Memorias del Oratorio. Segunda Década, nº 17).
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