Una de mis canciones favoritas dice algo así…: “No soy un pobre porque no tenga dinero, no tiene que ver, soy «afortunao» porque los mayores tesoros que tengo, no los he comprao”.
Y es así. Lo más valioso, además de como decía Antoine de Saint-Exupéry, “lo esencial es invisible a los ojos” suele ser también, aquello que no tiene precio; lo que no podemos comprar.
Vivimos en una sociedad que nos obliga a consumir, a sentirnos dentro de un bucle de superficialidad que en ocasiones nos resulta muy difícil esquivar. Nos crean la necesidad de tener el mejor móvil, cambiar de televisión, coches o ropa, asegurando que nos harán sentirnos realizados y alcanzar la ansiada felicidad. Esa felicidad efímera, que como escuché en una ocasión de don Pascual Chávez, parecida a las pompas de jabón, tan brillantes, perfectas, pero que desaparecen al alcanzarlas. Eso es lo que sucede con esa falsa sensación de felicidad, simplemente desaparece cuando conseguimos aquello que anhelamos.
Como madre me preocupa mucho que en ocasiones, sin darme cuenta o por lo menos sin medir las consecuencias, pueda transmitir el germen del consumismo a mis propios hijos. El dinero se transforma en moneda de cambio con la que queremos compensar a veces la falta de tiempo o dedicación que nos gustaría ofrecer, la impaciencia o las crispaciones que más veces de lo que deberíamos volcamos en ellos.
El frenético ritmo al que nos somete el día a día nos hace confundir las pesas de nuestra balanza. La balanza que nos equilibra, que nos da la estabilidad y que no es otra que aquellas “pequeñas” cosas que nos recargan las pilas, las que nos sacan una sonrisa, aquellas que nos ayudan a levantarnos cuando nos tropezamos, las que nos llenan de optimismo. Aquellas “pequeñas” cosas como escuchar llamarnos mamá, un gesto de agradecimiento, una sonrisa, ese abrazo en momentos de bajón, o aquel “estoy aquí” que oímos al otro lado del teléfono, un guiño, un te quiero o esa mano que te tienden cuando más la necesitamos.
A veces es necesario dar al “pause” y verlo todo desde una perspectiva distinta. Pararnos a observar los detalles, mirar con los ojos del corazón. Seguramente así entendamos muchas cosas que nos pasaron desapercibidas y que dieron lugar a malentendidos, discusiones o enfrentamientos y escuchar en vez de oír para comprender, para empatizar.
Como una ecuación de matemáticas, somos nosotros los que solemos introducir variables que la hacen más compleja. La mayoría de las veces, todo es más sencillo de lo que parece. No debemos olvidar nunca escucharnos a nosotros mismos; el silencio suele revelarnos muchas incógnitas, nos ayuda a meditar, a reflexionar y entender que lo más valioso siempre es cosa del corazón.
Es muy fácil autocompadecernos, creer que somos el ombligo del mundo y ponernos la medalla de incomprendidos, desgraciados. Hazte un favor, mírate en el espejo y cambia de rol. Tú puedes ser la primera ficha del efecto dominó. Quizás debes ser tú la voz que espera tu madre escuchar, el amigo que siempre está aunque sea detrás del teléfono, el que agradece un gesto o un detalle, quien dice te quiero o el que tiende la mano. Y es que es más enriquecedor dar que recibir, porque no hay mejor sentimiento que sentirse protagonista de la felicidad de la persona que tenemos a nuestro lado. Quizás al mejorar la vida de los demás consigues mejorar tu propia vida, consigues tirar ese muro hostil que en ocasiones no nos permite disfrutar de los momentos más valiosos de nuestro día. No persigas pompas de jabón, regala y colecciona esas “pequeñas” GRANDES cosas, que como dice la canción: “soy «afortunao» porque los mayores tesoros que tengo, no los he comprao”.
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