Imprimiendo esperanzas
Atrás quedaron los años de esplendor. Por aquel entonces, las imprentas creíamos ser faros de luz alumbrando al progreso. Nos movía tal pasión, que llegábamos a creer que las ideas que multiplicábamos sobre el papel, eran pensamientos nacidos de nuestro cuerpo de hierro. ¡Veleidades de juventud! Hoy, mientras reposo en el silencio oxidado de un museo, recuerdo a Don Bosco.
Nací en una fundición de hierro. En ella me enseñaron a soportar fatigas. Me vacunaron contra la enfermedad del óxido. Me instruyeron en movimientos precisos para entintar hojas de papel.
Llegué al Oratorio sin haberlo pedido. Perplejidad al verme rodeada por decenas muchachos. Y una duda: ¿qué hacer en aquel lugar tan desacostumbrado para las imprentas?
Enseguida lo escuché de labios de Don Bosco: “Nuestro Oratorio ya tiene talleres de zapatería, encuadernación, carpintería… y ahora el más esperado: ¡el taller de imprenta!”. Dijo también que yo era “una poderosa arma para hacer el bien frente a las fuerzas del mal”. Llegué a creerlo.
Con las primeras tareas, comenzaron los problemas. Impresión borrosa debido a una presión desigual. Líneas torcidas por la mala colocación de los tipos en la caja. Flagrantes faltas de ortografía… Mis protestas se estrellaban contra la infinita paciencia del jefe de taller. Hube de soportar el lento aprendizaje de aquellos mozalbetes.
Y, cuando parecía que todo mejoraba, llegó lo peor. Con gran prosopopeya, Don Bosco anunció a sus muchachos que iban a realizar el primer trabajo profesional: Un libro de las Lecturas Católicas.
Creció la calidad de impresión. Pero, cuando reparé en el contenido del libro, mis expectativas se derrumbaron: “Teófilo, el joven ermitaño”. Mis pliegos impresos narraban la ingenua historia de un niño que, tras un terrible naufragio, sobrevive en una isla desierta.
No pude reprimir una mueca de rabia. Yo estaba hecha para difundir ideas sociales, políticas y científicas… hijas de la reflexión humana. Yo no estaba destinada a imprimir el crédulo relato de un pobre niño. A regañadientes terminé aquel tedioso trabajo. Luego, llegaron otros muchos.
Con el paso del tiempo Don Bosco me hizo comprender que el progreso no se halla tan solo en los conceptos de la razón. Es también un gran logro imprimir historias que abren una ventana a la fantasía; multiplicar anécdotas que entretienen; compartir sueños que anticipan el futuro.
Con el devenir de los años, fui sustituida por una moderna rotativa. Quedé arrumbada en un rincón del taller. Los muchachos que se iniciaban en el arte de imprimir hacían prácticas conmigo. ¡Cosas de la vida!
Nota: 2 de enero de 1862. Tras varios intentos, Don Bosco consigue autorización gubernamental para el Taller de Imprenta. Tipografía, prensa y rotativa son gestionadas por jóvenes aprendices bajo la dirección del maestro impresor Federico Oreglia. Don Bosco inicia su gran obra editorial (MBe VII, 60-65).




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