La jaula de los canarios

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

7 noviembre 2023

Gorjeos de vida

Por aquellos tiempos yo era una jaula espaciosa y magnífica. Finas varillas de acero formaban mi cuerpo. En mi interior se alineaban pequeños cuencos repletos de alpiste y cañamones. Columpios y escaleras proporcionaban entretenimiento a los pájaros. Tres puertas facilitaban la entrada y salida de una docena de canarios. Ellos eran mis latidos.

Las jaulas aprendemos a ser humildes. Cientos de ojos nos observan, pero nadie repara en nosotras: tan sólo contemplan la vida que aletea tras nuestros barrotes. Yo deseaba ser de utilidad para mi dueño; un hombre honrado que había sido importante senador en el parlamento de Milán. Pero, tras perder las elecciones, todos lo abandonaron. Quedó en la calle. Abatido, se ganaba la vida con un espectáculo callejero de canarios amaestrados. Le ayudaba su hijo de nueve años.

Padre e hijo me trasladaban cada mañana a la plaza san Carlos. Cuando se arremolinaba la gente, comenzaba el espectáculo con un duelo de trinos entre dos canarios. A continuación, otros dos pajarillos entablaban feroz combate armados con una diminuta espada de cartón atada a una patita. Alzaban la espada para herir al adversario. El que era tocado, cojeaba como si hubiera sido lacerado realmente. Los aplausos se fundían con el ruido de algunas monedas cayendo sobre un plato.

Me llamaba la atención la presencia de un joven sacerdote de nombre Don Bosco. Llegaba siempre acompañado de varios chicos de la calle. Cura y muchachos aplaudían con entusiasmo las evoluciones y gorjeos de mis pequeños artistas. Derrochaban alegría.

Pero una aciaga noche sufrí la peor de las felonías. Varios enemigos de mi dueño llegaron agazapados en la oscuridad. No contentos con haberle derrotado electoralmente, ansiaban humillarlo. Cercenar su honor. Condenarlo a la miseria.

Raaasss… Encendieron una cerilla. Prendieron haces de paja. Una espesa humareda llenó la habitación. Intenté salvar a mis canarios. Me dejé caer. Rodé por tierra intentando apagar las llamas. Pero, tan sólo sentí en mi interior el batir agónico de las alas de los canarios. Las manos silenciosas de aquel humo asesino crecieron hasta asfixiarlos. Terminaron los espectáculos. Yo quedé arrumbada en un rincón.

Días después llegó Don Bosco acompañado por dos muchachos. Lamentó lo ocurrido. Habló con el desolado senador. Ambos miraron al hijo de nueve años: Don Bosco le ofreció un hogar en el Oratorio. Aceptó el padre. Cuando marchó el niño con Don Bosco, observé cómo sus alas jóvenes volaban libres hacia un futuro cargado de oportunidades.

Con el paso de los años, mis barrotes sufrieron un ataque agudo del óxido. Me despedí de este mundo recordando todos los aleteos de vida que habían dado sentido a mis días.

Nota: 1852. Un antiguo diputado de Milán, derrotado en las elecciones, se gana la vida con un espectáculo de canarios amaestrados en la plaza san Carlos de Turín. Le ayuda su hijo. Muertos los canarios, Don Bosco acogerá al muchacho en el Oratorio (MBe IV, 322-323).

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