Yo era una vieja jaula olvidada en el pajar de una casa campesina. Todavía recuerdo aquella mañana de primavera. Unas manos pequeñas me sacaron del letargo en el que vivía. Un niño me limpió cuidadosamente. Arregló mis barrotes deteriorados. Afianzó la portezuela con un cordel nuevo. Y se hizo el milagro: mi silencio de jaula abandonada se llenó con la vida que revoloteaba dentro de mí.
El mirlo que habitaba mi interior se habituó pronto a la estrechez de mi espacio. Yo me esforzaba para hacer agradable su cautiverio. Juanito Bosco, que así se llamaba el niño, mimaba al pájaro. Le animaba con silbidos para que su canto se elevara fuerte y melodioso. De tanto en tanto le traía pequeñas frutas silvestres, trigo y lombrices. El mirlo se acostumbró a que la vida fuera una fiesta.
La desgracia ocurrió una tarde de verano. Dormitaba la naturaleza bajo el sol. De pronto el mirlo comenzó a revolotear angustiado golpeándose con los barrotes. Abrí mis ojos. Sentí su aliento. Me paralizó el terror. El gato enorme, con gesto certero extendió su pata. Sacó las uñas. Zarandeó la jaula. Me empujó con violencia. Rodé por el suelo. Intenté hacer espesos mis barrotes, pero mis esfuerzos fueron inútiles. El gato consiguió meter su zarpa y alcanzar mortalmente al pájaro. Así fue como el mirlo se convirtió en un amasijo de plumas sanguinolentas y sin vida.
Juanito comprendió enseguida lo que había pasado. No gritó, no dijo nada… Sus ojillos se llenaron de lágrimas. En su rostro de niño la impotencia se transformó en dolor. Hoy tan sólo soy una jaula vieja y oxidada. Me repito que no fue culpa mía, que son cosas que pasan, que el dolor destroza a veces las ilusiones… Y que quedo en paz. Lo que me duele todavía es que él tuviera que aprenderlo tan pronto. Era tan sólo un niño.
Nota: Cuando Juanito Bosco tenía 10 años se encariñó con un mirlo al que mimaba y enseñaba a cantar. Un gato terminó con la vida del pájaro. Juanito aprendió a no poner el corazón en las cosas. (Memorias Biográficas. Tomo I, Pág. 111).
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