Ocurrió poco a poco. Don Bosco comenzó por abrir y cerrar los párpados con excesiva frecuencia. Posteriormente entornaba los ojos y pasaba sobre ellos, con gesto maquinal, el dedo índice y pulgar. Un buen día descubrió que con el ojo derecho apenas si distinguía las letras que escribía con trazo rápido y nervioso. A grandes males, grandes remedios: aumentó el tamaño de su letra. Pero los rasgos se tornaron cada día más borrosos e inseguros…
El secreto que intentaba ocultar, corrió de boca en boca. Y así fue como obligaron a don Bosco a acudir al oculista, al doctor Reimon. El diagnóstico fue contundente: el ojo derecho está seriamente dañado, y el izquierdo comienza a acusar la fatiga de tantas noches de trabajo bajo la mortecina luz de una lámpara de petróleo. El remedio: prohibición de leer y escribir tras la puesta del sol.
Las ilusiones de Don Bosco se vinieron abajo. Él siempre había considerado que escribir era uno de los mejores medios para hacer el bien. No en vano Dios, en su infinita sabiduría, había elegido el libro de la Biblia para comunicarnos su Palabra. ¿Qué hacer? ¡Le quedaban tantas cosas por escribir!
Yo dormitaba en el escaparate de una óptica de Turín. Cuando Don Bosco reparó en mí, noté que su mirada recobraba el brillo perdido hacía meses. Yo era una lupa grande. Mi cuerpo de cristal estaba rodeado por un elegante marco de madera del que sobresalía el mango. Colocada a escasos centímetros del papel era capaz de obrar el milagro de hacer grande lo pequeño.
Me compró inmediatamente. Me guardó en el bolsillo de su sotana. Subió alborozado y corriendo las escaleras de la habitación, cerró la puerta, tomó un libro de la estantería, lo abrió, me colocó sobre las letras… Y el milagro volvió a producirse. Conseguí devolver a aquellos ojos cansados el gozo de la luz. Desde aquel momento fui elemento inseparable en escritorio y en sus viajes. Gracias a mí Don Bosco pudo leer hasta el final de sus días.
A veces, mirándome con agradecimiento, recordaba con nostalgia las primeras páginas escritas para aquella Historia Sagrada, o para el Sistema Métrico Decimal… que con tanto interés y afecto había redactado para los chicos del Oratorio. A lo largo de diez años colaboré estrechamente con Don Bosco para que pudiera escribir libros que ayudaban a crecer a los chicos. Compartíamos un mismo secreto: Ambos éramos capaces de ayudar a crecer; de hacer grande lo pequeño.
Nota.- Año 1878. Don Bosco tiene 63 años. Advierte una fuerte pérdida de visión en su ojo derecho. El oculista Reimon certifica el grave deterioro de ambos ojos tras tantas noches escribiendo a la luz de una lámpara. Durante sus últimos años, Don Bosco se ayudará de una lupa para leer (Memorias Biográficas XIII, 650).
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