Su invitación a pasar unos días en Marruecos, cuando la fiesta del Cordero estaba aún reciente, era una tentación difícil de eludir. Cuatro días sustraídos a los que debo a mi progenitora como días de descanso veraniegos. A pesar de su insistencia en que fueran más, sin embargo, el motivo de mi negativa era compartido por ambos, “tienes razón, la madre es lo primero”.
Siempre me ha llamado la atención la devoción de nuestros jóvenes marroquíes a sus madres. Cuando uno, movido por la curiosidad, se asoma a los estados de WhatsApp, a las fotos de perfil, o a las frases que acompañan a los estados o perfiles, rara vez no hay alguna alusión a las madres.
He de decir que, en este viaje a Marruecos, en el que renuncié desde el primer momento a que fuera un viaje de turismo, las madres han sido las protagonistas.
Ocho familias me han acogido en estos cuatro días de estancia en Agadir y en Marraquech. Familias de algunos chicos de Don Bosco en Tenerife. En cuanto mi anfitrión y un servidor colgamos alguna foto en nuestros perfiles de WhatsApp, fueron varios los jóvenes que se pusieron inmediatamente en contacto conmigo para pedirme por favor que visitara sus familias: ¿estás en mi pueblo? ¿Por qué no me lo has dicho? En varios casos no me daban mucha opción: “ya hablé con mi madre y me ha dicho que te esperan esta noche para cenar cordero”, “ya está todo preparado, Yassin te dice dónde vivo”…
En todas estas visitas, las madres estaban ahí. Madres que han visto salir a sus hijos con rumbo fijo pero con llegada incierta, y el terror a no verlos jamás; madres que hoy, se sienten privilegiadas por tener, al menos, la posibilidad de verlos crecer a través de las videollamadas vía WhatsApp, sin imaginar ni por asomo, las muchas penurias que les toca pasar en una tierra que recela de la denominación de origen marroquí; madres que sin manejar mi idioma, me han sabido transmitir la alegría de recibir noticias de lo más querido. “¿cómo está mi hijo? ¿Está estudiando? Muchas gracias por lo que hacéis por nuestro hijo”. Madres que, en nuestro encuentro, han pasado la mayor parte del tiempo en la trastienda de su pobreza, preparando el agasajo, mientras su marido comparte tiempo y comida con el invitado.
Las horas en Marruecos pasan a otro ritmo diferente que en nuestra civilización. Son horas donde la persona es lo importante. Los hombres, sentados en el suelo, sobre alfombras y cómodos cojines que te ayudan a cambiar posturas. No sientes la premura de lo que viene después, sino que la calma y la sencillez de la acogida, te invita a saborear el momento, a valorar a las personas de las que solo entiendes sus expresiones, las tonalidades de su conversación y las sonrisas de agradecimiento. De pronto, cuando el tiempo había desaparecido por completo para ti, irrumpe la madre, invisible hasta el momento, a pesar de que ella era el alma del encuentro, y todo se debía a ella. La sentíamos detrás de las paredes de barro, dando indicaciones al resto de la familia, pero ahora estaba ahí, sencilla, discreta, mirándote con sus ojos que me decían, sin mediar palabra: ¡Cuídamelo, por lo que más quieras!
Admiro esta tierra vecina, admiro sus gentes, sus costumbres, su cultura, reconozco que tienen muchas cosas que mejoraría, pero admito que tantas como mejoraría de las gentes, costumbres y cultura a la que pertenezco. Estoy en contra de los discursos de odio que nos alejan de las realidades humanas, de sus miserias, y que manipulan la realidad para ganar adeptos contra una causa inexistente o tendenciosamente parcial.
Ya, en este lado de la orilla, dedico mis horas y mis oraciones a acompañarlos salesiana y humanamente. Veo cómo son explotados en los trabajos que nadie quiere, por un sueldo mísero que no les ayuda a salir de su indigencia, pero que garantiza nuestro estado de bienestar. Doy gracias a Dios por la bondad de los dos jóvenes que tenemos acogidos en casa, por tanta alegría y tanta frescura que aportan a nuestra comunidad salesiana, haciéndola más creíble.
Me quito los zapatos en señal de respeto, como tuve que hacerlo tantas veces al entrar en cada hogar, y solo me resta una palabra y un convencimiento. “Schokran”, que significa ¡Gracias! Gracias a ellos y gracias al Espíritu de Dios, que sopla cuando quiere, como quiere y donde quiere, gracias por dejarme sentirlo aletear en esta frontera, a la que pocos se arriman.
cuánta verdad y belleza en estas palabras, gracias Pepelu por compartir tu viaje, gracias por transmitirnos tanto, por tu amor y dedicación a lo que realmente importa. Gracias, Shucram.