Manos fuertes.
Manos acogedoras.
Manos reclamadas.
Manos prontas y solícitas.
Manos preparadas y reconstituyentes.
Manos sanadoras y cicatrizantes.
Manos acariciadoras y benditas.
Manos balsámicas y quirúrgicas.
Las manos de Dios. La mano de Dios.
Amigo Javier, el chileno Miguel Rojas Mix escribió un irónico y estremecedor relato sobre “la mano de Dios”. La “indefensa” mano de Dios, manejada a placer por cuantos tratan de erigirse en representantes suyos para aplastar a los demás. La mano de Dios por la que se sienten guiados todos los dictadores, los déspotas, los pequeños y absolutos mesías, los dirigistas –que no los dirigentes– de cualquier tipo: religiosos, políticos, económicos, sociales. “No creáis, escribe Rojas Mix, que la mano de Dios tiene ningún signo particular… Es exactamente igual que la mano que la utiliza…”.
Las manos de Dios. La mano de Dios.
La mano de Dios parece guiar, dictar, señalar, conducir, marcar todos los caminos caprichosos, sutilmente providenciales, que ciertos salvadores de la humanidad se empeñan en querer. La mano de Dios es tan inocente y obediente, que se acopla como un guante a la inmensa mano del mandato humano.
Amigo Javier, así, por la mañana del Domingo de Ramos de 2023 –y después de finalizar la liturgia del desayuno– me siento en mi escritorio y acepto tomar nota de lo que me va sucediendo. Lo hago, por lo general, con cierto retraso, claro –me refiero a tomar nota de los hechos de la vida, y en particular de los que suponen cierto desorden, cierta sorpresa, cierta confusión–, pero no quisiera yo que esto se interpretara como una forma más de entorpecida ineficiencia. Es, en realidad, una lucida cautela de consejo médico.
Como todo el mundo sabe el 31 de julio de 2006 me pegan tres infartos de miocardio múltiples. Me siento morir en plena calle. Yo no había nacido con eso que a mí me gusta definir como “una inexactitud del corazón”, expresión que no debe ser situada en un contexto sentimental, no. Pero que fue adquiriendo a lo largo del tiempo un corazón de cristal. No tenía cura, salvo una aproximación prudente, y ralentizada al mundo.
Según los manuales, un sobresalto inesperado, un despojo impaciente, un desasosiego sin preparación –tantos– me llevarían por delante en el mismo instante. De todas formas, fui sabiendo por experiencia que no había que tomarlo todo tan al pie de la letra. Comprendí que estaba de prestado en la vida, y de ello derivó un hábito de cautela, una inclinación forzada hacia el orden y una inacabable querencia hacia el desorden más creativo, consciente de habitar el destino personal del artista. A esto hay que remitir un carácter natural cordial, inflamable por segundos y en ocasional fiereza y vanidad. “Don Presumido”, me llamaba mi madre Nieves.
Deseo añadir que no le tenía miedo a la muerte: tenía con ella el grado suficiente de confianza, si no de intimidad, como para saber con certeza que la sentiría llegar a tiempo para hacer buen uso de ella.
Y llegó a las siete de la tarde del 31 de julio de 2006.
Acabo de subir la Cuesta de Moyano y en la confluencia con Alfonso XII me siento raro, distinto, vencido. Paro un taxi.
– Por favor, señor. Lléveme a Clínica Moncloa. Me muero…
– Suba, suba… ¿Por dónde vamos?
– Por el Manzanares, aunque está en obras.
– Agárrese. Hay que sobrepasar puentes postizos de madera.
– Tenga… 20 euros. No llevo más.
– Basta y sobra.
Casi chirridos, casi gritos, casi volantazos. Manos preparadas y saludables.
En menos de diez minutos entramos en Moncloa.
– Le acompaño a Urgencias.
– Abrazo señor…
El y la enfermera hablan en voz baja, como si fueran viejos amigos, o tal vez por el repentino deseo de serlo.
– ¿Se llama?
– Francisco Rod…
– Las sublinguales, Francisco.
Y manos salvadoras y reconstituyentes esparcen un aroma de perfume vivo. ¿De dónde viene ese sonido pesado de la calima bajo un cielo de plomo, mientras las palomas del Manzanares picotean el espesor del agua?
Escasa por cierto.
– ¡Análisis, Francisco!
Se inicia una maraña de pinchazos, de frases entrecortadas, de ojos con larga prosa secreta que, al final, serán parte de todo aquello que me resultaba más excitante.
– Francisco ingresa ya mismo. Le damos de alta.
Los pacientes se quedan en silencio a mi entrada.
Se me hace extraño verlos: una pareja de ancianos –ochenta y tantos con infecciones de orina–, un señor de mediana edad con cáncer terminal y su mujer que le atiende sentada en la cama. De Molina de Aragón, ¡vaya!
Casi brillos, casi quejas, casi eléctricos relámpagos. Los enfermos en Urgencias son piedra y arena, son agua y sal. Las manos de las enfermeras son acogedoras y reclamadas.
Pienso y repienso. Llegó el momento. No sé.
De madrugada llega la doctora Vaquero. Al rato la doctora Torrejón.
– ¿Es usted Francisco?
– Sí.
– Está usted controlado. Hoy pasa a planta. En espera del doctor Mesa y Razzo.
Mi condición de infartado me deja en una situación aparentemente segura, pero también hace aflorar lo que durante años había logrado retener, la evidente realidad, de algo ya irreparable: el astillamiento del músculo cardiaco.
– Francisco, sin rodeos, hay que operar a vida o muerte.
¿He oído bien? Sí el Ser existe en un siendo, imagina amigo Javier.
El 3 de agosto las manos del doctor Mesa, Kuiperdal, Razzo, Chao, Segura, Vaquero, Trescasas, Gómez-Tello, Ruiz Grande caen sobre mi corazón como cae sobre Madrid la calima gris. Tiemblo bajo la luz vegetal de los quirófanos.
Manos balsámicas y quirúrgicas. O sea.
Cien veces en que las manos de médicos de Moncloa “están en danza”.
Casi gritos, casi suspiros, casi imprudencias. El paciente del “box 9” parece muerto. A las ocho de la mañana hay cambio de enfermeras. Oigo con nitidez:
– ¿Oye, Conchi, “el 9” vive todavía?
El “paciente 9”, que soy yo, acepta su morir, porque se muere un poco cada día. Pero aquí estoy, vivito y coleando, cerca de 17 años después. Manos sanadoras y cicatrizantes y “bocas imprudentes”. “Que los muertos que vos matáis, gozan de buena salud”, Zorrilla.
Amigo Javier, siempre tuve propensión a creer que la infelicidad y la maledicencia –hermanas gemelas– son una pérdida de tiempo, y, por consiguiente, una forma de lujo que nadie puede permitirse, a menos que sea de profesión alcahueta o idiota.
El resplandor de sangres, comentarios, talento, valentía, errores afortunados y profundos, coherente e indefectible sentido de la economía de Clínica Moncloa, se enmarca dentro de mi segunda vida. Manos sanadoras y bendecidoras.
Pero “la mano de Dios” sólo existió una vez. Una vez sólo.
Cuando Dios se hizo Jesucristo, por primera y única vez, Dios tuvo manos. Sólo entonces. Y legó después su espíritu; pero nunca la mano fue legada a nadie, absolutamente a nadie. Fue clavada y muerta. Resucito más tarde. Retornó con Jesús entero a los cielos del Amor. Y ya está. Por lo tanto, lo que tenemos que hacer es acudir al Evangelio en el que han quedado retratadas minuciosamente las manos de Dios. Porque eran dos: la derecha y la izquierda. Las de Jesús, nuestro Señor. Y a ver cómo utilizó Jesús sus manos.
Pues bien, de las veinte veces –ve-in-te– veces que los cuatro evangelios citan directamente las manos de Jesús, siete de ellas es para contar cómo curaba a los enfermos; otras cuatro veces es el mismo Jesús quien se refiere a sus manos para convencer a los discípulos de que ha resucitado; otras tres veces es la gente quien le pide que utilice sus manos para curar; otras dos veces las emplea para bendecir y acariciar a los niños, y una vez se habla de las manos de Jesús, en cada una de las siguientes ocasiones: señalar a sus discípulos (“estos son mi madre y mis hermanos…), salvar a Pedro del naufragio, pedirle que las imponga sobre los niños para bendecir a los discípulos.
Veinte veces en que las manos de Jesús “están en danza”.
Las únicas veces en que podemos decir, de verdad, que funcionaron las manos de Jesús, la mano de Dios, con todas sus consecuencias. Manos curativas, manos acariciadoras, manos señaladoras, manos bendecidoras y quirúrgicas. Manos reclamadas y cicatrizantes.
Ésta y solo ésta es “la mano de Dios”: las manos de Jesús de Nazaret.
Reo sea de lesa humanidad quien empleare, como guante, la mano de Dios.
Pero si la mano de Dios “no tiene ningún signo particular… Es exactamente igual que la mano que la utiliza” y “es tan obediente e inocente, que se acopla como un guante a la inmensa mano del mandato humano”, de la necesidad humana… las manos de médicos y enfermeras de Clínica Moncloa son también “la mano de Dios”.
Cientos de miles de veces “la mano de Dios” está en danza y no sólo en Moncloa.
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