Yo era la mesa de billar más lujosa del Café Pianta de Chieri. Mi superficie, lisa y cubierta por fieltro verde, brillaba alumbrada por cuatro quinqués de petróleo. Mis bandas, protegidas por amortiguadores de goma, facilitaban el rebote de las bolas.
Siempre sentí compasión por las tres bolas de marfil que se deslizaban veloces sobre mi contorno. Pequeñas como eran, rodaban impulsadas por los golpes secos de los tacos; esos palos orgullosos cuya punta de cuero hay que maquillar constantemente con tiza azul.
Los ciudadanos de Chieri acudían al local donde me hallaba para tomar café, conversar y practicar el billar francés, tan de moda en aquellos tiempos. Mi tapete verde era un oasis en medio de sus preocupaciones.
Mi vida mejoró cuando se encargó de mi cuidado un joven camarero llamado Juan Bosco. Cepillaba diariamente mi fieltro. Lustraba el marfil de las bolas… Atendía con esmero a los clientes. Servía café, grappa y pastelillos de almendra. Estudiaba y trabajaba. La alegría alzaba vuelo en cada una de sus sonrisas.
Cuando no había clientes en el café, Juan Bosco ensayaba carambolas bajo los sabios consejos de Jonás, un joven que visitaba asiduamente el Café Pianta. Tal era la maestría de Jonás que yo no tenía secretos para él. Las conversaciones de los dos amigos eran distintas a las del resto de clientes. Hablaban de música, de historias leídas en libros alquilados en la librería del señor Elías, de poesía…
Pero un buen día todo cambió. Dejaron de hablar en voz alta. Comenzaron a musitar vocablos extraños y desconocidos. Los paisajes limpios de sus narraciones se oscurecieron. Todavía resuenan en mí las palabras insólitas y secretas que susurraban: torá, menorah, hanukká, ion kippur… Aquellas oscuras expresiones caían siniestramente sobre mi tapete verde. Entrechocaban contra mis bolas de marfil.
Presa de temor, supuse que formaban parte de alguna secta secreta. Imaginé sangrientos rituales. Mi temor se convirtió en pánico. Comencé a fallar las carambolas más sencillas. Mi tapete verde palideció; perdió color y brillo.
Semanas después, aguzando el oído, comprendí el misterio. La familia de Jonás era de religión judía. Él deseaba abrazar la fe cristiana que profesaba Juan Bosco. Mientras jugaban al billar, Juan le había explicado las verdades de la fe. Yo había sido testigo de excepción de sus conversaciones. Aquellas palabras oscuras que me habían parecido signos cabalísticos, formaban parte del digno entramado de la religión hebrea: Ley de Dios, Candelabro, Fiesta de la luz, Día del perdón…
Jonás recibió el bautismo en medio de una gran fiesta. Recuperé el color; mis bolas, su precisión. Los dos amigos regresaron a las conversaciones serenas y amenas. Gracias a ellos dos he sido algo más que una mesa de billar. Mi tapete verde se transformó en tierra buena donde crecieron las semillas de la amistad, la cultura y la fe.
Nota: Chieri 1835. Juan Bosco, estudiante y camarero del Café Pianta, entabla amistad con Jonás, joven judío de elevada cultura y experto en el juego del billar. Jonás pide a Juan que le inicie en la fe cristiana. Tras vencer resistencias familiares, Jonás recibe el bautismo. (Memorias del Oratorio. Década Primera, nº 10).
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