Una desacostumbrada liturgia
Era yo la mitra de monseñor Fransoni, arzobispo de Turín. Desde hacía quince años le acompañaba a todas las ceremonias. Me cabía el honor de cubrir su cabeza en los momentos más solemnes. Mi cuerpo estaba cubierto por una rica tela de color crema. Adornos verticales bordados en oro serpenteaban por la parte delantera. De mi parte trasera colgaban dos tiras de tela, símbolo de las enseñanzas edificadas sobre la Palabra de Dios y la Tradición de los Apóstoles.
Recuerdo aquella mañana de junio. Yo reposaba en mi estuche de terciopelo. Me sacaron de mi letargo y me colocaron en el carruaje de monseñor Fransoni. Percibí el habitual trote de los caballos: nos desplazábamos a una celebración litúrgica.
Comencé a sentir vaivenes desacostumbrados. La berlina se adentraba por un irregular camino de tierra. ¿Hacia dónde nos dirigíamos? Cuando nos detuvimos, estallaron interminables vivas, gritos y aplausos que brotaban de gargantas infantiles. Me extrañó aquel recibimiento tan ajeno a la seria gravedad episcopal.
Se hizo el silencio. Comenzó la ceremonia. Me sacaron de mi estuche para colocarme sobre la cabeza de mi dueño. Cientos de ojos jóvenes me observaban con curiosidad.
Presté atención a un sacerdote que dirigía a los muchachos con una sonrisa llena de afecto. Me sorprendió que un clérigo sonriera en el interior del templo. ¿Templo? Alarmada descubrí que no nos hallábamos en una iglesia. Aquello parecía un pobre cobertizo. Continué observando: ¡Las gradas del altar tampoco eran gradas de mármol, sino una sencilla tarima alfombrada! El canto de los muchachos interrumpió mis cavilaciones.
Llegó el sermón. Me concentré en el momento estelar de mi actuación. Un eclesiástico me colocó cuidadosamente sobre la cabeza del arzobispo. Desde la altura contemplé a niños y jóvenes. Todos sus ojos estaban fijos en mí. Me sentí halagada.
Fue entonces cuando sobrevino el accidente. Monseñor Fransoni levantó la mirada. Contagiado por Don Bosco, sonrió a los muchachos. Ellos le devolvieron la sonrisa. Animado, subió a la tarima alfombrada. Alzó la cabeza. Noté como la parte superior de mi cuerpo chocaba violentamente contra el techo. Mi caída estuvo acompañada por un sonoro «ohhh» que brotó de todas gargantas.
Me recogieron del suelo. Monseñor me tomó entre sus manos. Miró a Don Bosco con complicidad. Y mostrándome, añadió: «Hay que respetar a los muchachos de Don Bosco y predicarles con la cabeza descubierta». A partir de aquel momento el cobertizo se convirtió en una basílica perfumada con el mejor de los inciensos y adornada con las flores más hermosas: la alegría y la paz de los hijos de Dios.
Mi vida no ha sido fácil. Años después de conocer a Don Bosco y a sus chicos, acompañé a monseñor Fransoni a un largo exilio de más de doce años por oponerse a leyes que consideró injustas. Le vi morir en el destierro añorando su diócesis de Turín. Pero nunca he olvidado aquella mañana pasada junto a los chavales del Oratorio. ¿Qué habrá sido de ellos?
Nota: 29 junio 1847. Monseñor Luis Fransoni, a instancias de Don Bosco, acude al Oratorio para administrar el sacramento de la Confirmación. Su mitra choca contra el techo del cobertizo Pinardi. Mitra en mano, dirigirá un cordial sermón a los muchachos (MBe III, pág. 184-186).
Fuente: Boletín Salesiano
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