Nací en una importante acería de Suiza, aunque mi vida transcurrió en una barbería de Turín. Cuando abrí los ojos a la vida me sentí orgullosa. Afortunadamente no sufriría el triste destino de otras navajas condenadas a menesteres vulgares, siempre en manos de rudos campesinos que igual cortan tocino que desuellan a un conejo. Mi amo me conservaba afilada y con una sutil capa de aceite para mantenerme brillante.
Sólo me manejaba el dueño; un experto barbero hábil en el arte del rasurado y malabarista de las palabras, zalamerías y halagos. Recuerdo aquella mañana. Yo descansaba en mi estuche de terciopelo azul. Entró un cura joven que hablaba con simpatía y sonreía. Ocupó el sillón. Carlos, el pequeño aprendiz de diez años, le hizo una reverencia y se apresuró a enjabonarle la cara. El sacerdote dialogó con el chaval como si le conociera de toda la vida. Había tanto afecto en sus palabras que el aprendiz, huérfano de padre, cambió su ademán triste por una sonrisa. Cuando el reverendo estuvo enjabonado, el muchacho se retiró. El afeitado correspondía al maestro…
De pronto el sacerdote dijo con voz entusiasta: ¡Hala, Carlos, coge la navaja y comienza a afeitarme! Carlos dudó. Luego me tomó con mano temblorosa. El dueño quiso rescatarme, pero la decisión del cliente era firme. Segundos después comencé el peor afeitado de mi vida. A Carlos le temblaba la mano. Yo hacía equilibrios sobre la piel curtida de aquel cura, que más parecía la de un campesino que la de un ministro de Dios. Salvé como pude la mejilla. Pero al llegar al mentón, ¡zas!, un corte. El hilillo de sangre asustó al aprendiz, preocupó al dueño e hizo reír al sacerdote. Azorado el chaval, desencajado el barbero y sonriente el cura… terminé yo por perder el control de mi filo. Cinco fueron los tajos que el dueño intentó restañar colocando pedacitos de papel de fumar sobre ellos.
Dos meses después falleció la madre del aprendiz. El dueño le despidió dejándole en la calle. Ese mismo día volví a ver al cura joven tras los ventanales… pero no entró ya a la barbería. Habló con el chaval, le ofreció un hogar y cambió su dolor por una sonrisa. Me hubiera gustado volver a sentir en mi acero aquellas manos de niño que temblaban.
Nota.- Año 1848. Don Bosco se encuentra con Carlos Gastini, aprendiz de barbero, que le afeita. Meses después queda huérfano y Don Bosco le acoge. Carlos Gastini será el primer impulsor de la Asociación de Antiguos Alumnos Salesianos.
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