Nací en un despacho del Ayuntamiento de Turín. El secretario municipal, -hombre enjuto, de traje impecable y gesto adusto-, amamantó mi cuerpo de papel verjurado con tinta de escritorio. Me adornó con impecable caligrafía. Recuerdo el calor de la estufa, el terciopelo que tapizaba los sillones y los señoriales cortinajes de aquella estancia.
Cuando la razón llegó a mi mente, me sentí orgullosa de las severas advertencias que contenían mis líneas. Yo era una ordenanza municipal destinada a garantizar el orden y a cortar de raíz los desmanes de un grupo de mozalbetes que se habían enseñoreado de los Molinos del Río Dora. El excelentísimo señor alcalde me otorgó mayoría de edad con su sello y firma.
Un grupo de guardias municipales me trasladó a mi destino. Se adentraron por el Barrio del río Dora, donde diecisiete molinos molían el cereal para Turín. Escuché voces en la lejanía. Latió con fuerza mi corazón de papel. Necesitaba valentía y coraje para enfrentarme a los alborotadores…
Por fin me tomó entre sus manos mi destinatario. Con sorpresa descubrí que era un joven sacerdote rodeado de muchachos que reían y jugaban buscando afecto y alegría en aquella mañana de invierno. No me pareció un agitador. Tal vez fuera un error. Don Bosco desplegó mi cuerpo. Los chicos hicieron un respetuoso silencio. Mientras sus ojos se deslizaban entre mis líneas, descubrí en su mirada un solo interés: buscar un hogar para aquellos chicos sin familia.
Fue entonces cuando mis letras se rebelaron. Intenté que las “oes” de mi texto se convirtieran en bocas abiertas para gritar la bondad y la inocencia de aquel cura y sus muchachos. Pero fue en vano.
Don Bosco me guardó en el bolsillo de su sotana y se puso a jugar con sus muchachos para paliar el dolor del desalojo. Y yo me sumí en un silencio cargado de culpabilidad. Hubiera deseado terminar rota en mil pedazos. Pero Don Bosco me archivó serenamente en una vieja carpeta.
Transcurrieron meses de oscuridad. Una mañana de abril me despertó el rumor alborozado de unas voces jóvenes. Agucé el oído. Se aceleró mi corazón cuando escuché, nítida y potente, la voz de aquel cura joven. Inauguraba un humilde cobertizo, adornado con ternura y transformado en hogar para sus muchachos pobres. Ninguna ordenanza le podría desalojar.
Me dejé llenar por aquella alegría y se fue borrando mi culpa. Ellos me redimieron de la injusticia que se agazapaba entre mis letras.
Nota. Año 1845. El Ayuntamiento de Turín permite a Don Bosco desarrollar su Oratorio junto a los Molinos del río Dora. Tras seis meses de actividad, las quejas de los molineros provocan una ordenanza municipal revocando el permiso. (Memorias del Oratorio. Década Segunda, nº 17).
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