Consideremos la polarización como la división entre dos identidades irreconciliables y la acción de orientar en dos direcciones contrapuestas. En la polarización se difuminan o eliminan los grises y degradados para quedarse en una paleta de blancos y negros: conmigo o contra mí, amor u odio, madridista o culé, constitucionalista o anti constitucionalista… en nuestro país, la lista podría alargarse con más ejemplos en la mente de todos.
La división irreconciliable que trae consigo la polarización puede ser racial, religiosa, ideológica, nacional o de otro tipo, variando según el país. Y ya que estamos tratando de una palabra propia del español y elegida por una entidad dependiente de la RAE: no hay duda de que España, Argentina y Colombia están en la primera línea de la parrilla de salida.
La polarización utiliza la brocha gorda en el debate público; no hay matices: eres defensor del papa Francisco o piensas que está usurpando la cátedra de Pedro; crees que los extranjeros (de África o de Asia o de América Latina) vienen a quitarnos el pan o aceptas que todos tienen derecho a buscar una vida digna para sí y los suyos; eres social comunista e independentista o fascista de nueva planta y retrógrado…
Para que la polarización funcione necesita combustible, como los motores de explosión: una de las gasolinas de mayor octanaje es el populismo, recurso basado en presentar la realidad de un modo extremadamente simplificado a fin de que uno pueda identificarse rápida y fácilmente con una ideología: la correcta, no frente a la incorrecta sino frente a la malvada, que no es lo mismo. Y de ahí a la descalificación total no hay ni una línea muy fina. La otra opción es vista como intrínsecamente perversa y quien la sostiene pierde todo derecho y legitimidad y, por tanto, se le puede dar “leña al mono, que es de goma”, o al monigote colgado de una cuerda en una calle bien conocida de la capital del país.
Convengamos que la polarización suele ser asimétrica porque no todos los actores en cuestión contribuyen en la misma medida a crispar y tensionar la vida social y política, la convivencia ciudadana. Pero este matiz necesario, aunque insuficiente, no resuelve el problema: el aire social que respiramos se va tornando cada vez más contaminado; en determinados ambientes y foros creadores de opinión el insulto, el gesto de ira o el “y tú más” van tomando carta de ciudadanía, acelerada por la velocidad de transmisión de las redes sociales -en especial X- tan contaminadas por la polarización.
Un proverbio cheroqui afirma: “Escucha los susurros y nunca tendrás que escuchar los gritos”. No sé si será demasiado optimista para los tiempos que corren; pero, desde luego, un poco de sosiego en el diálogo social parece imprescindible si queremos rebajar la fiebre de la polarización. De lo contrario, aferrarse a la ira, a la bronca, al insulto, es como agarrar un carbón encendido con la intención de arrojárselo a la otra persona; aunque “al final eres tú y solo tú el que se quema”, como afirma Buda.
José María Lasalle afirma con razón: “La buena información viene de distintas miradas”. A muchos no les interesará transitar por este camino de diálogo, seguirán tensionando, polarizando el sistema y cuando noten que pierden el debate, acudirán sin pudor a la calumnia amplificada por los medios afines con gran aparato propagandístico.
Quienes estamos por la labor de bajar este suflé tenemos que empezar introduciendo matices en nuestros puntos de vista, evitar las dicotomías simplistas entre buenos y malos, hablar con todo el conocimiento de causa a nuestro alcance, sostener nuestros argumentos evitando dogmatismos de trinchera e intentando ponerse en el lugar del otro, o sea, empatizar. Todo ello, aunque esté uno convencido de estar en el lado correcto.
Buscar los consensos en la convivencia se vuelve hoy una urgencia pública insoslayable. Aportar sosiego y sensatez, respeto al otro y búsqueda de lo que nos une más de lo que nos separa, puede llegar a ser en estos tiempos oscuros un auténtico gesto profético en el sentido bíblico de la palabra. Los periodistas y comunicadores cristianos y, cómo no, la Familia Salesiana tienen un referente y un modelo para ello: san Francisco de Sales, quien con su dulzura y diálogo incansable supo buscar caminos de convivencia en un contexto muy polarizado, supo romper la espiral de la crispación.
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