Nunca hubiera imaginado que mi vida llegara a ser tan intensa. Me habían dicho que la existencia de las plumillas suele ser tranquila.
Llegué al Oratorio de Valdocco guardada en un estuche de cartón. Junto a mí se hallaba mi inseparable hermano: un palillero de madera de haya cuidadosamente barnizado. A nuestro lado, un tintero de cristal con tapa de cobre finamente labrada.
Lo primero que llamó mi atención fue una multitud de niños y jóvenes que jugaban, corrían y reían ocupando todos los rincones del patio. Respiré tranquila. Aquellos muchachos parecían más interesados en el juego que en escribir largos textos sobre sus cuadernos. Me imaginé en manos de alguno de ellos. Emplearía mi vida trazando redondas letras infantiles; garabateando palabras… esbozando caligrafías deficientes. Pero nada fue como imaginé.
Me depositaron sobre el escritorio de una habitación. Escuchaba, lejanos, los gritos y las voces de los pequeños. Cayó la noche. El alboroto de los muchachos se fue apagando. Creció el silencio… Iba a entregarme al descanso, cuando llegó él. Con sorpresa descubrí que mi dueño no era un muchacho, sino un sacerdote llamado Juan Bosco. Me sacó del estuche. Me ajustó al palillero. Llenó cuidadosamente el tintero. Alineó una hoja de papel sobre la mesa. Me sumergió en tinta negra. Comenzó a escribir…
En aquel momento terminaron mis sueños de tranquilidad. Juan Bosco escribía rápido y con trazos apresurados. Ajeno a las normas más elementales de caligrafía, alteraba los renglones a su antojo. No respetaba los márgenes. Las frases surgían a borbotones. De tanto en tanto se detenía. Su mirada quedaba perdida durante unos segundos… y regresaba a la tarea con ímpetu renovado. A duras penas si podía seguir el ritmo frenético de aquel sacerdote escritor.
Durante las mañanas casi no podía moverme. Sentía agujetas en mis diminutos músculos de metal. Pero cuando me acostumbré, todo fue distinto. Descubrí que estaba llamada a ser algo más que la plumilla de un escritorio.
Durante mi corta existencia he sido la prolongación de Don Bosco. Sentimientos e ideas se fraguaban en su corazón; llegaban a la mente; desde allí descendían hasta su mano… Y yo, una humilde plumilla, tenía el privilegio de darles forma y dibujarlas sobre el papel para que todos pudieran leerlas y sentirlas.
Incluso llegué a pensar que mi cuerpo era como un pequeño arado que él dirigía con su mano. Cada línea de sus escritos era un surco para sembrar palabras. Cada palabra, una semilla dispuesta a germinar para ofrecer una cosecha de bondad.
Tras largos meses de intenso trabajo, se quebró mi cuerpo. Me torné inservible. Pero siempre recordaré que fui la prolongación de Don Bosco. Yo dibujé el perfil de su alma sobre el papel.
Nota: Don Bosco es denominado “apóstol de la buena prensa” por su incansable trabajo como escritor y por sus iniciativas editoriales. En 1853 emprendió la publicación periódica de las “Lecturas Católicas” de gran repercusión pastoral y editorial. (Memorias del Oratorio. Década Tercera, nº 20-21).
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