A menudo pienso en los libros que reposan en nuestra mesilla de noche. Algunos se acumulan como promesas pendientes, como deseos de aprendizaje y transformación. Sin embargo, en su conjunto, son un reflejo de nuestros principios y una oportunidad para cambiar nuestra forma de comprender la vida.
Hace un tiempo, llegó a mis manos El regreso del hijo pródigo (Ed. Claret, Barcelona) de Henri Nouwen, inspirado en la obra de Rembrandt basada en la parábola del Evangelio de Lucas (15,11-32). Tanto el libro como la pintura nos invitan a mirar esta historia no solo como el retorno de un hijo perdido, sino como la manifestación del amor incondicional de un Padre lleno de misericordia.
Cada detalle en la pintura de Rembrandt habla de un amor que va más allá de los errores. La mirada del Padre, aunque parece ciega, reconoce la dignidad de cada hijo. Él sale al encuentro de ambos, los acoge y los invita a celebrar la vida. Pero hay un detalle aún más revelador: sus manos. Los estudiosos del arte han señalado que Rembrandt representó intencionalmente dos manos distintas: una más femenina y otra más masculina. Es un símbolo poderoso que nos invita a contemplar a Dios como Padre y Madre, con una ternura que abraza y restaura.
Contemplar esta obra nos llama a descubrir nuestra vocación más profunda: no solo la de ser hijos, sino la de desarrollar el corazón y la mirada del Padre. La paternidad espiritual es ese don que nos permite acoger al otro, darle confianza para que sea lo que está llamado a ser, y celebrar la vida con gratitud.
Marzo nos recuerda a San José, modelo de padre y guía espiritual. También marca el inicio de la Cuaresma, un tiempo de reflexión y crecimiento interior. Es el momento propicio para agradecer a quienes han sido padres espirituales en nuestras vidas, ayudándonos a convertirnos en quienes somos hoy.
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