Amigo Javier, no quiero ofenderte, pero usar la lengua es cosa difícil, aunque tú no lo creas, es cosa que hace todo el mundo, pero que no sabe hacer todo el mundo.
La lengua. Las lenguas.
Las lenguas, tan eróticas ellas, tan dadas a la concupiscencia, bisexuales, deseando bocas, pertenecen a la órbita de Venus, pero suelen caer al servicio de Marte.
Las lenguas. La lengua.
La lengua es un insustituible artefacto más que imprevisible.
Las ciudades están hechas de lenguas, porque están hechas de secretos.
La lengua unas veces vacila, otras se aventura; otras se agazapa, otras se desata; unas tantea, otras se lanza en tromba; unas se retrae tímida, escurridiza y sutil, otras se zambulle en la temeridad, la satisfacción, el desconcierto o en el desatino. Con la lengua se puede llegar a cualquier rincón por apartado que esté o a ninguno.
Las lenguas. La lengua.
La lengua es siempre el primero y el último recurso. La tensión agazapada.
Nadie, nadie en su sano juicio -al menos que sea sordomudo- se confía plenamente a la lengua -al lenguaje ¡acabáramos!- de las manos, de los gestos, de las miradas cuando llega el momento de la verdad.
Pues bien, amigo Javier, al llegar aquí puedo tomar dos caminos: el recorrer el trayecto, tan atrevido como resbaladizo, de las lenguas acomodadas en el panteón bucal o tomar el pulso a los idiomas y a través de él tomar el pulso a las personas, tomarme el pulso a mí mismo.
Reconozco que no son propios de un caballero de las letras estos desahogos, sobre las lenguas de maritornes de corrala, aunque sea de Lavapiés. Porque se empieza perdiendo los modales y se acaba perdiendo los principios.
-Verás que me muevo muy bien en español -me dijo Kremena Gancheva el día que me la presentó su marido José Manuel Leceta, convencida naturalmente de la importancia de la lengua-.
Kremeva se reveló nada más llegar a una de las cafeterías de la calle Sainz de Baranda, donde nos llevó «Jóse» como un prójimo algo desconfiado, un poco retraído frente a las posibles sutilezas, osadías y argumentarios de mi lengua, la lengua de un cura católico (ella tan ortodoxa griega ya me habló del Papa de Roma como si yo tomara café con él todos los días).
-El búlgaro es uno de los idiomas más difíciles del mundo -me dijo Kremeva casi casi nada más empezar nuestra conversación-.
–Nazdrave, nazdrave.
-Salud por el búlgaro.
–Nazdrave, por el español.
La verdad es, amigo Javier, que el búlgaro, al cabo de tantos años, sigue siendo para mí un perfecto desconocido.
-En mi lengua tenemos letras que no hay en ninguna otra lengua -me advirtió ya el primer día, muy orgulloso, el señor Gancho, padre de Kremena.
-Bueno, señor Gancho, en todas las lenguas… ¿Qué me dice usted de nuestra ñ, y de nuestra rr, y de nuestra jota?
-¿Kota? ¿Kota?
-Lo ve. ¿Y en euskera la tx, la tz, la tt… por ejemplo, Ttarttalo?
Pero bueno, no desplacemos el oficio a las Academias de las lenguas. Por cierto, y como simple curiosidad, Javier, ya sabes que los miembros de la Real Academia Española, tan meticulosos ellos a la hora de pulir y dar esplendor a nuestra lengua, negaban la letra k en todo lo referido a lo vasco. Sí, sí. Se podía decir o escribir con total impunidad e incluso con desparpajo rompedor Arkansas, Kalashnikov, Karen o Ku Klux Klan, pero no Gernika, Lekeitio, Lazkao, Azkoitia. O sea.
No importa que se hablen idiomas sin el más remoto parentesco fonético u ortográfico, no importa que se produzca un desencuentro gramatical total y tan absoluto que las palabras lleguen al otro vacías de significado: la lengua materna, precisamente ella, diría yo (como parece que ya no existen verdades, sino opiniones), nos define, nos representa, nos delata mejor que cualquier otro ademán por silencioso o ruidoso que sea. Es el soldadito de plomo de palabras que desde bebés manifiesta y custodia nuestra alma. Es el alma, sin poder ser secuestrada por ninguna otra ingeniería social. Lo siento.
-A mí me gusta mucho el italiano -me aseguró el señor Gancho un día, sin mostrarse por ello desdeñoso de mi rica y expectante lengua.
-Pues podíamos utilizar el italiano -observé- si a usted le parece como lengua mediadora para nuestros intercambios, nuestras charlas, y así no tenemos que acudir siempre a Kremena.
Y así hicimos desde entonces hasta hoy.
De vez en cuando exploro el pasado. Qué importante hubo de ser para mí aquella posguerra, cuando ahora, al convocarla, capturarla y meditar sobre ella, me evoca, a pesar de las décadas transcurridas, tantos matices de veracidad y emoción. Si debo elegir una sola palabra para definirla sería la de sacudida. La sacudida de aquel pisito de la corrala nº 52 de la calle Lavapiés. La sacudida de aquellas escaleras flanqueadas por esquelas mortuorias de vecinos que vivieron la guerra o de avisos escritos de la portera o del sereno. La sacudida de las calles del barrio, nutrido de aprendices, que siempre me quiso esperar como un santuario devastado, pero glotón. Sentía frío.
Sentí frío. La noche seguía impávida -y así una tras otra, hasta un total de sesenta- pero manos profesionales me estaban arrancando el pellejo, la piel burguesa -esa piel burguesa que yo desearía arrancaran a mis mejores amigos, Javier-, toda mi dermatología resabiada y capitalista. O sea. En algún lugar del mundo sonó alguna hora en algún reloj. No sé. Yo me sentía ingrávido pero pleno. Los deseos sacrificados por tres infartos con carácter multiplicativo gruñían ahora en algún rincón de mi alma. La voz entrecortada de un niño al que habían practicado la traqueotomía me retumbaba en los oídos, en la memoria, en la UCI total del Hospital Moncloa, hiriéndome mucho y de qué manera (-¿Cuántos años tiene, doctor? -pregunté a Vicente Gómez-Tello. -Cinco -¿Cinco?). Todo Lavapiés hervía dentro de mí, y, la verdad, con todo Lavapiés, en carne viva, dentro no es fácil quedarse dormido. Pese a todo, al alba, aligerados los últimos ecos de mis deseos, me dormí.
Me despertaron José Manuel y Kremena, creo que fue el 8 de agosto de 2006.
-Hola, hola, Kak si, kak si.
Kremena me abrazó en repetidas ocasiones. Hasta advirtió a las enfermeras de la caída de algunas agujas y, por tanto, del desabastecimiento del suero y su cortejo de medicinas cómplices. La cara de Kremena me sonaba y no me sonaba. Sus abrazos parecían peticiones de silencio para escuchar los acordes de su violín. La mejor violinista del Auditorio Nacional de Madrid. El concertino –cómplice, armonioso y calmante– que contrasta, no sin cierta gracia, con el perfil esquinado y puntiagudo del búlgaro.
-Celebraremos la vida, Paco, en mi casa. Nazdrave, por Paco.
La lengua es la tensión agazapada. Yo no podía responderle con el natural carácter expansivo de mi lengua. Me podía mantener gracias a una espléndida respiración asistida. Manejaba tan sólo una lengua cohibida, acomplejada, mutilada, sorda. En plata, mi lengua no estaba a disposición de nadie.
-Adiós, Pacorro, Blagodaria.
-«Qué bien pronuncias la rr» -pensé-.
–Do vizhdane.
La lengua es un insustituible artefacto más que imprevisible.
La lengua del violín de Kremena es de una oralidad densa, sutil, con matices de veracidad y emoción. Puede adquirir rango de prodigio, de orquesta sinfónica total e invisible, de máquina del Tiempo y del Asombro palpable y real.
Amigo Javier, todas las lenguas arden con júbilo en mi imaginación.
Intuía, más bien, esperaba, no, mejor me extrañaba esperando la tardanza de esta profunda reflexión, Paco, tú tran prolífico en estas lides, que tardarás en escribir tan sutilmente de un sentimiento íntimo. Se me antoja guardado hace tiempo y hasta ahora proyectado, no sé por qué resorte, a modo te purga interior. Está bien purgarse Paco. Amigo y profesor Paco.
Querido Paco, sublime como siempre y me has hecho recordar el Lavapiés de tu alma que tan magistralmente describes en tu Obra «Las Alhajas de Nieves» y que tuviste a bien obsequiarme con dedicatoria incluida…
Un abrazo y mi enhorabuena, por esa lección de «Lengua» (floren)
Un placer leer tu «lengua» escrita