Oasis hacia la tierra prometida
Durante siete siglos fuimos el orgullo de Turín. El agua de un canal del río Dora impulsaba los mecanismos de nuestras muelas de piedra que giraban día y noche.
Éramos dieciocho molinos. Por nuestras venas corría sangre común. Convertíamos los granos de trigo en costales de harina; anticipo del pan horneado. Transformábamos las mazorcas en harina de maíz; fundamento de la polenta que aplaca el hambre en los hogares pobres.
Habíamos sobrevivido a patronos sin escrúpulos y a épocas de carestía. Las sequías tampoco consiguieron detener nuestro girar. A nuestro alrededor crecía una población formada por los molineros y sus familias.
Nunca olvidaremos aquel día que tanto alteró nuestra existencia. Escuchamos un murmullo lejano. Cuando tomamos conciencia de lo que acontecía, un clamor nuevo lo invadía todo. Sus voces jóvenes taparon el ruido de la molienda. Sus risas se impusieron al rechinar de nuestros ejes.
Les observamos sorprendidos. Un primer grupo de muchachos portaba un ajuar propio de monjes: reclinatorios, cuadros de santos, candelabros, casullas, vinajeras y una diminuta estatua de la Virgen. Otro grupo acarreaba bártulos de feria: zancos, aros, oscuras ranas de bronce con la boca abierta, cuerdas y bochas. ¡Desacostumbrado paisanaje para molinos y molineros!
Como si de un nuevo pueblo hebreo se tratara, plantaron su tienda a nuestro lado. Les guiaba un sacerdote joven llamado Don Bosco. Por vez primera en nuestra dilatada historia, nos convertimos en una Tierra Prometida. Ellos tiñeron nuestro suelo con colores de alegría. El cansino rodar de nuestras muelas se acompasó al ritmo de sus cantos y plegarias.
Pero todo cambió una tarde gris de otoño. Cesaron súbitamente sus risas. Se detuvieron sus juegos… De nada sirvieron nuestras súplicas. Marcharon sin un adiós.
Tras su partida nos invadió la nostalgia y el desencanto. Tomamos conciencia de la dura realidad: no habíamos conseguido ser su tierra prometida. Regresamos a la rutina.
Días después supimos que los molineros habían hecho todo lo posible para expulsarles. Quizás temían que aquellas vidas jóvenes les despertaran de la lánguida modorra de su existencia.
Tras esta historia, todavía nos mantuvimos en pie durante un siglo. Al fin, quedamos obsoletos. Las autoridades decidieron derribarnos. Nuestros vetustos muros provocaron al caer una densa polvareda. Mientras se desvanecía nuestra vida, recordamos los meses pasados con los chicos de Don Bosco. Aunque nos hubiera gustado convertirnos en su definitiva tierra prometida, valió la pena ser un oasis de paso para ellos y para Don Bosco.
Nota: Julio 1845. Don Bosco obtiene permiso para trasladarse con sus muchachos a Los Molinos del río Dora. Cuatro meses después, a causa de las protestas de los molineros, el ayuntamiento retira la autorización. El Oratorio seguirá peregrinando (MBe II, 233-237; 256-259).
Fuente: Boletín Salesiano
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