Nieves es mi madre.
Nieves era mi madre.
Vivía en Granada en 1932.
Era vecina del Barrio del Albaicín.
Vivía con mi abuela “mamá Nona” y con mi tío mosén Gregorio.
Vivían en la costanilla de Santa Inés. Se me escapa el número.
Pero, según se enfila la calle desde carrera del Darro, era la primera casa a mano izquierda. Entras y te encuentras con una corrala de lujo, comparada con las de Lavapiés en Madrid.
Mosén, mi abuela y mi madre abrieron allí una residencia universitaria para chicas, en plan familiar, ayudados por amigos y bienhechores de mosén.
“Mamá Nona” y mi madre eran de misa tempranera y comunión diaria.
La oían con fe, arrebatada y generosa, en la cercana parroquia de Santa Ana.
Hastiados los tres de mayo de 1931, en Madrid, recuperaron Granada, para disimular el sabor amargo que les dejó “la quema de conventos”, según “los hunos”, o “las luminarias republicanas”, según “los hotros”.
Mi cerebro se desintegra cuando siento correr el Darro, ¿sabes?
Mi cerebro va cosido al firmamento de “Santa Ana” con grapas muy oxidadas.
Cualquier ave que pasa volando desova en mi cabeza, monda y lironda, y… a otra cosa mariposa.
Amigo Javier, no se puede escapar del origen.
Qué tontería querer escapar del origen de uno.
El origen es como un gigante de moscas negras, pertinaces y cojoneras, o de mosquitos, empoderados, “chupasangres”, implacables, bullebulles, que nos persiguen infatigables a todas horas, sobre todo en las noches de verano.
El origen.
Y es ahí donde quiero regresar yo.
Debo regresar a ese agujero del mundo, donde yo soñaba con caníbales demonios, sensibles y despiadados y “raja-ángeles”, que nada más nacer nos arrebatan la sintonía con Dios, para acunarnos en la discordia y el pecado, untados en sus babas, hasta que recibimos el bautismo.
El bautismo.
De los besuqueos mezquinos de esos jetas nos quedaría para siempre eso que llamamos el pecado de origen, malo y universal. Es como haber nacido de todas las malas mujeres del mundo. La única escapatoria posible de ese cottolengo, mísero y miserable, era y es el bautismo, “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
El bautismo es salir de esas arenas movedizas, que nos engullen… es soñar con París, de donde vienen los niños y soñar con las cigüeñas, que los traen en envoltorios mágicos. Es, pues, soñar con París.
Era, pues, soñar con París.
SOÑAR CON PARÍS.
SOÑAR CON PARÍS,
y hablar con las cigüeñas hacendosas francesas,
y hablar con Dios,
y hablar con Dios,
que claro era francés.
Lo soñaba durante las siestas de verano,
entre moscas, pulgas y alguna araña trotatejados.
Yo tenía cinco años, cuando el caníbal demonio besuqueaba mezquino a los bebés de turno que nacían ese día cualquiera del año de 1947.
Mosén Gregorio, mi tío, arcipreste de Casbas de Huesca, rompía la revista donde yo leía y releía la historia del caníbal demonio, que se babeaba a los bebés que traían de París.
Desde entonces yo siempre soñaba con ir a estudiar a París.
Estuve sólo dos meses, julio y agosto de 1970, donde hice un curso intensivo en la Allience Françoise, para poder pasar el examen de francés en la Gregoriana, del que me pusieron ocho sobre diez.
Pero esto, amigo Javier, lo escribo en Madrid, porque me quedé ya aquí, desde el 31 de julio de 2006, día en que me pegaron tres infartos múltiples en calle Alfonso XII, esquina Cuesta Moyano, secundados con unos síncopes trapaceros en pleno Paseo de las Delicias, mes y medio más tarde.
Todo de golpe, todo inmisericorde, todo tajante. Todo verdadero.
Todo verdad. HOP!
Lloré París, en Madrid, después de la matanza del 13 de noviembre del 2015 en Bataclan, donde 130 personas murieron a manos del extremismo islámico. Francia vivió su noche más sangrienta desde la Segunda Guerra Mundial, mientras yo seguía buscando al caníbal demonio.
Pero no quiero que me coma en Madrid, quiero que me coma en París, de donde viene el pecado de origen con las cigüeñas francesas, entre moscas, pulgas y alguna araña. Todas globalizadas.
En aquel tiempo, amigo Javier, cuando tantas cosas olían a pólvora y fuego, mi madre Nieves, como todas las madres españolas, se trabajaba su propia fe católica hasta fijarse como un sacramento que alcanzó su confirmación en la devoción a la Purísima de la parroquia de Santa Ana de Granada.
A Nieves de Coro López, mi madre, no le hizo falta linaje alguno para convertirse en un amuleto ardiente de sus hijos Alejandro, Paco y Román. Casi, casi, parece una fábula. Mi madre aprendió en las calles del Albaicín y de El Realejo y se educó en el “Ave María” del Padre Manjón. ¡Qué regalazo! Nunca, nunca, se olvidó de su origen, que es la manera más honesta de no dejarse humillar por nadie ni por nada, mientras te apoderas con rabia de todo lo demás.
“Conocí los sudarios habitados
y las bujías del dolor. Hervían
las oraciones en los labios
de las mujeres frías” (Gamoneda)
Mi madre, “maestrilla nacional” en la República sabía que la memoria es un gran tesoro a conservar, evitando que la cegasen o adulterasen malas adherencias o blandas tergiversaciones.
Hay mucha verdad arrebatadora, amigo Javier, en algunas cosas de antes, no por nostalgia, no; ni muchísimo menos, sino porque todas ellas se pueden comprender de principio a fin. Algo bastante impensable hoy.
Nieves de Coro López sucedió en un tiempo de fanáticos religiosos, de políticos sectarios, de profetas. Nada, nada nuevo bajo el sol. El mal ha existido siempre. Los caníbales demonios también.
Pero en medio de todo este barullo y de todo ese caldo gordo hizo lo suyo con formas muy apaches, mientras España se seguía partiendo en dos, hasta estallar en la guerra incivil del “treinta y seis”. “Hervían / las oraciones en los labios / de las mujeres frías”.
Nieves de Coro López, mi madre, como todas las madres de posguerra, fue una manera más que envidiable de habitar el mundo, con sus tres partos gloriosos y sus cuatro abortados. La frenó el derrame cerebral del 8 de diciembre de 1953. Cómo me gustaría que mis amigos cineastas y periodistas le dedicaran una serie. El mismísimo Almodóvar, alumno de Salesianos Ciudad Real, cuando yo llevaba adelante el tercero de primaria de 1961 a 1964. Las historias son un resto que ha dejado el paisaje. Difícil, muy difícil, minutar tanto locurón desbordado de las mujeres de posguerra. Y esa vida de mi madre.
Nieves de Coro López, “la maestrilla del Albaicín”, apostó por entender la vida enseñándola y a mí, desde pequeñajo, apostó porque la entendiera pintándola, con acuarelas o lápices de colores “Alpino”, o escribiéndola con estilográficas “Caramelos Campeón” (que es otra forma de pintarla), mirando hacia los lados o hacia atrás, como se hace con mis articulillos, desde la realidad y la imaginación para reconocer emociones, que de otro modo alcanzaría.
Así pues, mi madre Nieves, inmediata y desinteresada, antes o después de la misa temprana en “Santa Ana”, se pasaba ante el altar de la Purísima de Pedro Duque Cornejo (1677-1757), donde le confiaba su vida y su futuro. La luna surge por delante de su estatua y se pone en los campos que conocen “los sudarios habitados y las bujías del dolor” (Gamoneda).
A Nieves le interesaban las historias.
Amigo Javier, nuestra especie necesita historias para acompañar el tiempo y retenerlo un poco, aunque sólo sea un poco.
Nieves iba detrás de la vida, a espigar si se trataba de un campo; a racimar, si se trataba de un viñedo; a enseñar, si se trataba de una escuela; a rezar, si se trataba de una iglesia. Las historias no son aire, sino sal, oye, lo que queda después del sudor de cada día.
“Para la ejecución de su Purísima, es posible que Duque Cornejo se inspirase en el Eclesiastés (24, 15-20), de modo que, el manto ondulado al viento es como la cimbreante palma de Cadés, el movimiento barroquizante de líneas semeja al del rosal plantado en Jericó, la gracia de sus perfiles es análoga a la del cedro sobre el Líbano o a la de ciprés sobre el monte Sion, la quietud que transmite su figura es como la paz que irradia el olivo de los campos, y así, esta imagen de María, coronada de estrellas y calzada de blanca luna se os presenta como la llena de gracia” (Larios Larios).
Deshilachada anda la vida; deshilachada anda la sociedad, como una isla de la Palma más, con refugios arrojados al azar por erupciones que se deslizan hasta el mar.
Escalé descalzo (muy propio de los chicos de posguerra) acantilados con agarres de cuarzo. Ascendí con lentitud, mucha, por una cristalería de prismas. Cada libro un cristal, acompañado de habladurías sin fin.
Mi espina dorsal acusa las torsiones que tuve que hacer, las torsiones de un reptil. Desde el más allá ellas me han visto encaramarme.
Madres no hay más que dos. Las madres paralelas.
Nieves, mi madre granadina. María, la Inmaculada Virgen Auxiliadora.
La música está en las palabras.
Preciosa balada de gratitud para dos madres paralelas unidas en un mismo amor.