Continuación…
SALESIANOS, PRINCIPIOS DEL SIGLO XX
RICALDONE Y EL CAPITÁN DE FRAGATA
Pedro Ricaldone, el salesiano que llegaría a superior general, había participado en el IX Capítulo General, celebrado en Valsalice–Turín, en septiembre de 1901.
Paseó su corazón como otros salesianos el suyo, por aquel Valle de los Sauces y en aquella cima alta y fecunda de su vida, aprovechó para visitar Parma.
Allí los salesianos, encabezados por Carlos Baratta, en unión del sociólogo católico Estanislao Solari, llevaban adelante el llamado Cenáculo de San Benedicto, compuesto por jóvenes universitarios y profesionales del campo.
Ricaldone subió hacia las estancias del retirado capitán de fragata lleno de curiosidad por ver cómo el Movimiento Agrario Solariano revitalizaba la agricultura de Italia.
– Ricaldone, qué alivio tratar con vos –le recibió amable Solari.
– Mis congratulaciones por vuestra genial intuición y vuestras experiencias; ya no podéis llegar más alto en el campo de la agricultura.
Para Solari la clave de la solución de la cuestión social consistía en revitalizar la tierra, con la inducción gratuita del nitrógeno (ázoe) atmosférico y con la racional anticipación del abono mineral.
– El genio es durar, querido don Pedro, algo que nuestra república de Parma y nuestra Iglesia han sabido hacer. Nuestra teoría agraria asume ambiciones de sistema social teórico y práctico.
– Me han dicho que contáis con estrategias concretas.
– Digamos que una Escuela de Agricultura, una incipiente Biblioteca de estudios y vamos a iniciar una Revista de Agricultura.
– Pero ¿a qué debo el honor de vuestro requerimiento? –preguntó el mismo hombre que se había negado a ver a tantas personas ilustres.
– Mi querido Solari, ¿quién duda que el problema verdadero de España, especialmente de Andalucía, es el agrario?
– No sólo en España, padre, y en Italia y en Francia, y en Europa, ¿a qué buscar tantas soluciones para evitar el desquiciamiento social, económico y político, cuando la solución rudimentaria, aunque difícil en la práctica, es sencillamente la religión y la tierra?
Recosido Ricaldone de ilusión y de intrepidez, recosido por esa costura humilde, incesante y sombría que es la imaginación, paseó despacio, solo, aspirando todo lo que podía haber de puro en el aire de la Escuela de Solari en Parma y en las que los salesianos de Italia habían abierto en Ivrea, Lombriasco, Canelli… y atado a esa estaca del vivir, pensaba introducir el Movimiento en España, ahora que era provincial de Andalucía.
– Italia es mi patria, señor Solari.
– Pero su familia es foránea. Cuando una gata se mete en un horno para dar a luz, lo que pare no son panes, sino gatos. Nunca le considerarán italiano del todo. Está bien que busquemos fortuna para la cuestión social en España. Allí le esperan los regeneracionistas, padre Ricaldone –añadió con una punta de gozo Solari, como si conociera de repente a Joaquín Costa.
OBERTI Y SUS BORLAS
Los cafés del centro de Madrid estaban repletos de clientes.
La diversión cotidiana y la distracción para la gente eran dar una vuelta por las calles de San Jerónimo o Arenal. Pero aquella tarde del mes de enero de 1902 había sido distinto. Nada menos que el Conde de San Bernardo, ministro de Estado, había acaparado la atención.
El señor conde solía caminar por las calles con el rostro impasible del que está acostumbrado a la curiosidad ajena. Algunos colegas y compañeros de trabajo murmuraban que estaba orgulloso de su estatura, incluso que se sentía superior a los demás.
El público se agolpaba en el Ateneo. Ocurría algo inusual. El señor ministro presentaba su opúsculo: El problema del pan.
– Señores, hasta ahora no hemos usado más que paliativos para combatir la crisis agrícola. Veo en el Sistema Solari el medio eficaz para lograr del campo el más alto grado de fertilidad con los mínimos gastos.
Recordó una de las divisas de los Borgia: Verba non facta, frase que podía entenderse de dos maneras, según donde se pusiera la coma. Así podían ser las promesas quizás en la corte de Alejandro VI, de Julio II o de León X, y así serían las suyas.
El ministro de Estado se aferró a la posibilidad de poner todo su talento al servicio del Sistema Solari. La concurrencia del Ateneo, sin disimulo, le aplaudió.
Para Ricaldone el puerto de sus deseos estaba ya a la vista y con la palmada de afecto del mismo ministro, nada menos.
¡Zas! Se le había caído, de golpe, el velo de los ojos, y tras él apareció una mirada azul, ancha, ovoidal, casi coqueteante con el Sistema Solari de agricultura.
Ricaldone tuvo siempre algo conspiratorio en el entrecejo y se acercó a labradores y propietarios de haciendas agrícolas y metió carne cruda a la prosa de sus libros.
– La cuestión social hoy –dijo– se agita en el mundo, está íntegramente ligada a la suerte de la agricultura, como que ésta fomenta la industria, de la vida al consumo y es la principal fuente de riqueza para un país.
– Han venido unas señoras a pedirme que fundemos en Vitoria y en Cádiz –añadió Oberti.
– ¿Y eso, don Ernesto? No querrás quitarme a mí las borlas de Cádiz y a Aime las de Huesca.
– Don Pedro, usted siempre con sus cosas.
– Perdón, Oberti. Es la reforma de los salesianos en España, que hemos acordado en Valsalice y que trato de incorporar lo antes posible.
– Pierde cuidado, Pedro, todas las borlas para ti. Por cierto, en la próxima semana social de Madrid, el ministro de Estado y el todo Madrid piensan invitarte para una conferencia sobre las teorías solarianas.
Pedro Ricaldone, después de pasar por la citada Semana Social de 1906, entraba al servicio de toda la España agraria, dirigiendo la Biblioteca Solariana, que llegaría a constar de 118 volúmenes para 1928. Mientras, Ernesto Oberti entraba en la casa del procurador de los salesianos, en Roma. Ironías del destino que ya no afectaban a Oberti, arrasado por la nueva e inesperada vuelta en la rueda de su amiga fortuna. El 28 de octubre de 1904 expiraba en brazos del procurador general, Juan Marenco.
LA LUCECITA DEL DESPACHO
Oberti, en uno de sus golpes de audacia, se había ganado en un par de años el barrio de Las Injurias que hubiera querido perderle.
La lucecita de su despacho era el aldebarán doméstico que regía y apacentaba el sueño y los sueños de los primeros chicos internos y la noche del suburbio. La lucecita de su despacho, el despacho de Oberti, era el aldebarán venturoso y creativo de María Paz Sánchez, Guillermo Rolland, Fernando Bauer, Martínez Berrueco, Juan Bautista Tormo, Juan Ríos. La lucecita de su despacho, despacho de Oberti insomne, regía los sueños de los chicos y jóvenes, que educados en los colegios salesianos de España, se encontraban en Madrid en pensiones del tres al cuarto, mientras frecuentaban la Universidad Central.
Había que hacer algo.
– Mi querido Ernesto, ¿por qué no abrir una Academia–Pensión para nuestros exalumnos?
– Los de Utrera revolotean cerca de nosotros, pero… sin rumbo fijo.
– Podía daros una pista.
Ernesto Martínez, ingeniero geógrafo, buen amigo de Oberti, captó un destello extraño en los ojos del salesiano.
– Después de lo que hemos caminado juntos –confió Oberti–, necesito estar seguro de que me ayudaréis en la empresa.
– Me tenéis a vuestra disposición.
Ernesto Martínez Berrueco se inclinó con su impecable elegancia que era cortesía y afecto, exentos de servilismo.
La lucecita del despacho de Oberti era el aldebarán doméstico que regía los sueños confusos, viciosos y desvelados de estudiantes en la Central, que llegaron de Sevilla, Málaga, Utrera, de Vigo, Béjar, o Santander, de Barcelona, Gerona, o Sarriá.
El sueño enredado de Oberti con la vigilia de su amigo Berrueco abrió la Academia–Pensión de San Luis, en la calle Magdalena 1, muy cerca de Ronda de Atocha 17.
Oberti tenía extendido un gran plano de Madrid sobre la mesa.
El avance de los salesianos en la villa crecía.
Antonio Castilla le susurra confidencias. Un viejo reloj de péndulo daba las horas. Era como el corazón cansado e incansable de Oberti dando las suyas.
– Carvallo les dará antropología. Mayorino religión. Eduardo las introducciones a las ingenierías… y será el director.
Había nacido el primer Colegio Universitario de los salesianos en España.
La lucecita del despacho de Oberti, despacho de un creador, seguía sumergida en sueños inmensos y marítimos, italianos, que son sueños de chicos y garzones catequizados, honrados, preparados y útiles para la sociedad.
NUESTRAS GOTAS DE LECHE
En las tardes del Oratorio de San Francisco de Sales, entre chicos desnutridos y héroes de barro, que no consentían que nadie las quitase de encima la mierda de la calle, que era su púrpura y su armiño, los salesianos iban creciendo.
Oberti se retiró temporalmente a Roma, donde vivió pocos meses junto al procurador general de los salesianos, hasta que el cáncer de hígado hizo las paces con su rostro.
Los hechos de Oberti en Madrid eran ya los de Zabalo, Castilla, Olivazzo y Balzario, Crescenzi. Estos y otros salesianos estaban tan compenetrados con la personalidad de Oberti que seguían su trayectoria en las Rondas y en Carabanchel como la brújula que sólo mira hacia su norte.
– ¿Por qué no llevas a Pepito a la Gota de Leche?
– En nuestra familia tenemos los chicos en los salesianos. Es lo mejor que podía pasarnos.
– Pero en el centro del doctor Ulecia te enseñan a criar a los chicos.
– Y en los salesianos a que crezcan.
– ¿Quién gana?
La Consuelo alzó la voz intencionadamente para que la oyese Pepito.
– Pepito se quedará en los salesianos mientras crece. Y Julito, el mamoncillo, lo llevaremos a la Gota. Así ganan todos.
Ahora la Consuelo bajó la voz y lanzó la pregunta a Pepito.
– En qué piensa mi rey de Lavapiés.
– Pues en el partido del Real Madrid, mamá.
La Consuelo se acercó a Pepito, pero notó que aún debía purgar los marujeos con la Lorenza de Tribulete, porque Pepito hizo como los chicos cuando no quieren ser abordados: cambió de conversación y giró la cara hacia un lado.
Las jóvenes madres de Lavapiés y de las Rondas, de la Latina o del Retiro, vivían al costado del Centro de Madrid y sus bodas de esparto y hambre tenían a los lados unos maridos, arrimados a talleres, fábricas y oficios de mala muerte.
La elevadísima tasa de mortalidad infantil, en Madrid y en España, era debida, en gran parte, a los deficientes cuidados que los niños recibían en sus casas. Por eso nacía la preocupación del doctor Ulecia por divulgar las normas de higiene, alimentación y cuidados indispensables para criar niños sanos: La Gota de Leche (1905).
A su manera, los salesianos de la Ronda de Atocha y de Carabanchel, sumaban el crecimiento de estos chicos libres y honestos, trabajadores y decentes, nada beatos y con verdes ganas de vivir, con sus escuelas y talleres; y en esto eran unos más de la generación del 98 y más que todo el 98. Porque a la Escuela y Despensa de Joaquín Costa y todos los regeneracionistas, los salesianos unían el Catecismo, en la escuela de don Bosco. Que con don Miguel de Unamuno confirmaban, sin saberlo, que donde no hay función de nutrición, no hay función de relación.
LA REINA SUPERVIVIENTE
Los salesianos metían viento al pueblo de Madrid y sus chicos y garzones no salían de sus patios, sin saber muy bien porqué.
Parecía como si los salesianos los hubieran bautizado de nuevo.
Y en 1907, 1908 y 1909, los salesianos empezaron a recibir visitas. Brillante y destacada la de María Cristina. La Reina madre, aparecía vestida como de espuma, con ojos gris-gamuza, y quienes llevaban dentro republicanos cauterizados de corrala y solar, intuían, de pronto, aquello de Proust, aunque ninguno le leería: La nobleza comporta unos valores poéticos a los que ella misma es ajena.
Ni los chicos de estos barrios ni sus padres iban a cambiar de corazón político, pero todos se enamoraron un poco de aquella mujer, hecha de moaré y de la infanta María Teresa, hecha de tul, que la acompañaba.
Los ojos de la infanta podían templar y rasar el corazón alborotado y travieso de los chicos madrileños.
Me lo temía.
María Teresa de Baviera, libre y descalza de prejuicios, se enganchó a los rezos de los chiquillos en la iglesia de María Auxiliadora.
El 12 de octubre de 1907 se inauguró oficialmente la Ronda de Atocha 17, gracias a la generosidad del banquero y senador Guillermo Rolland y sus hijos sobre todo.
A Ramón Zabalo, segundo provincial de Madrid, le tocó acoger cortejos y presidir ceremonias. La Iglesia Católica, con su formidable máquina de publicidad, elevaba a don Bosco aquel año al rango de venerable.
– Majestad, bienvenida a su casa.
– Padre Zabalo me han dicho que sois un superviviente
Zabalo enrojeció.
– Majestad, sólo un casero vasco de Urnieta.
– Un superviviente, como yo. Enhorabuena. Dios sabe lo que seréis capaz de hacer cuando tengáis mi edad y hayáis pasado por lo que yo he pasado.
– Perdonad, Majestad.
– Os perdonaré cuando de verdad lo necesitéis. Esos impuestos de alcantarillado…
– Sois nuestra madre.
– Una superviviente, como Su Majestad.
La amenaza perfumada de la Reina Madre se sobreponía como mancha de aceite sobre la muchachada de la Ronda de Atocha que cantaba, a grito pelado, aquello de: Don Bosco ritorna. Don Bosco vuelve.
Parecían las voces de divisiones acorazadas que volvieran de una guerra para tomar Madrid.
EL MEJOR REPORTERO DE DON BOSCO
El 5 de julio de 1910 fallecía Miguel Rua, el que desde 1888, había sucedido a don Bosco. Hasta 1888 parecía estar mudo: sin tantas reuniones como él, sin tanta algarabía del correo, sin tantas visitas, sin tantos suplicantes. Pero toda la Congregación venía a sus dedos, alargaba sus dedos y rozaba su naturaleza.
– Doctor, se excedió usted en el diagnóstico de Balzario.
– Solamente puse por escrito su enfermedad: tisis.
– Con exceso de celo. A mí no se me oculta que comemos mal.
– En algunas cosas tengo más imaginación que usted, don Rua.
– Bueno, doctor, Balzario irá a España. Ya verá usted imaginación.
Alrededor de Miguel Rua todo giraba, todo se abatía, todo se levantaba, mientras él permanecía en la quietud y el desasimiento.
Cuando a él llegaban los salesianos de Madrid, restallantes y flamígeros, hundidos o marchitos, Rua les estaba esperando, sentado, con los recuerdos de don Bosco vivos.
– Don Rua, 10.000 chicos han estudiado ya en la Ronda de Atocha.
– Cuatrocientos garzones tenemos en Carabanchel.
– Docenas de universitarios se preparan en Magdalena, 1.
– Crece la Asociación de María Auxiliadora.
– Don Rua, avanzan las obras de Atocha.
– Hasta 2.000 chiquillos frecuentan el Oratorio los domingos.
La actualidad de los salesianos en Madrid –quitándose la palabra de la boca, atropellándose y desmintiéndose– galopaba por delante de todos ellos. El tísico Balzario pegaría tirón durante 31 años. Olivazzo, el ardiente, incendiaría cielos y suelos. Crescenzi, listo y pillo, tendría innumerables hijos salesianos.
Para Miguel Rua, el hoy era el ayer: don Bosco. Para Rua, el hoy era el futuro: don Bosco.
La actualidad de Madrid mareaba a los salesianos. Los gastaba, los mordía y los contagiaba con su rabioso presente.
Alfonso XIII abría la Gran Vía. Por fin. Galdós estrenaba Casandra. Sin éxito. Ruperto Chapí estrenaba La magia de la vida. Póstuma.
Miguel Rua había resistido muchos embates y muchas complicaciones.
Cuando los salesianos de Madrid se acercaban a él, con sus largas hemorragias restañadas, con sus temblores abolidos, con sus caricias compartidas, él siempre decía:
– La Congregación es hermosa e imprescindible.
– Don Rua, corren tiempos difíciles.
– No lo olvides, Zabalo, la Congregación es hermosa.
– Amenazan con quitarnos las propiedades, hasta nuestro propio estado.
– Nadie va a derrotarnos, la Congregación es imprescindible.
Miguel Rua, el mejor reportero de la aventura de don Bosco, se marchaba en silencio. Había estado en el silencio.
LA INFANTA DE LOS SALESIANOS
María Teresa de Baviera, actual, beligerante, arriesgada y fina llegaba mucho más a los chicos y garzones del Madrid popular y jaranero, audaz y golfo, de lo que se imagina. Se la ha identificado demasiado e injustamente, con la gloria oficial, sin tener en cuenta que fue cooperadora salesiana, la presidenta de la Junta de cooperadores de Madrid, de mensaje cercano y devoción popular.
Penetrada de la intensidad de su amor a los demás, encabezó esta Junta de los salesianos de la Ronda de Atocha, adonde se acercaba, cuando podía, para entretenerse con toda la chiquillería de estos barrios. Entonces toda su dulzura le atacaba de golpe.
– Es feílla, pero sabe estar.
– Tiene la misma naricilla que su padre.
– La cuestión es, chicas, si aguantará el próximo parto.
Por hablar que no quedara. Las comadres de Argumosa, Avemaría y Progreso tenían que darle a la sinhueso.
– Que viva la infanta María Teresa.
– Que viva la “infanta de los salesianos”.
María Teresa no era sino una presencia mágica en la Ronda, una sucesión de gestos, de sonrisas, de miradas, el irse manifestando de aquella infanta de España, inesperadamente majestuosa como su madre.
Doscientos chicos recibían educación gratuita, por los años de mil novecientos y pico corto en estas escuelas populares. María Teresa fue un poco el corazón propulsor y el suelo que, a veces, les faltaba, el agua dulce sobre el salobre de las calles del Distrito de La Latina o Retiro.
Y como los racimos de cerezas se engarzan entre sí, María Teresa de Baviera tiraba de las marquesas de Perijaá y Casa–Laiglesia, de las señoras de Guedea, Trillo, Niculant, para confiarles sus secretos de piedad y caridad, que don Bosco tanto estimulara.
Los salesianos la recibían con toda la esperanza de sus apellidos, apretada en el corazón y en la cartera.
– Mira que casarse con su primo Carlos.
– Menuda planta que tiene el de Baviera.
– Nada. Hijos tontos.
– Pero ¡Por qué asombrarse! ¿Si la pobre no ha visto de cerca más que a sus primos y al obispo de Sión?
Acodada en el reclinatorio de la iglesia de los salesianos, pedía a María Auxiliadora por la suerte de sus embarazos, por su marido, por ella misma.
– Rendidos a tus plantas, Reina y Señora, los cristianos te aclaman su Auxiliadora.
Las voces de los chicos hacían subir la verdad a la superficie.
María Teresa necesitó de sus auxilios para parir a sus hijos: Luis Alfonso, Mercedes y Pilar. De este parto fallecería.
LA LEY DEL CANDADO
– Nosotros vemos a Canalejas todos los días y no sabemos nada de proyectos de “ley mordaza”.
– ¿Hasta cuándo se va a ignorar el papel anticlerical de esa ley?
– Vosotros sois intelectuales –decía Romanones masticando un puro viejo que había mojado de coñac–, vosotros estáis aquí en el Ateneo pensando todo lo que hay que pensar.
– Canalejas y yo creemos en la separación Iglesia–Estado. Cada quien en lo suyo.
Canalejas, católico convencido y practicante, hasta el punto de obtener licencia pontificia para albergar una capilla en su propia casa, fue motejado de enemigo de la Iglesia, por la extrema derecha clerical, con motivo de las discusiones, en torno a esta famosa Ley del Candado, sancionada, por fin, al término de 1910, en los dos primeros debates.
Pero ahí es nada y tal y qué sé yo la que se armó.
La Ley del Candado encontró tal oposición en la extrema derecha, que ésta desencadenó una tormenta de indignación: los católicos vascos amenazaron con una guerra civil y sometieron al presidente a campañas alternativas de vilipendio y halago en los círculos aristocráticos.
– ¿Qué pretende la ley?
– Pues el control de las actividades políticas por parte de determinadas asociaciones, congregaciones y órdenes religiosas. Nada más.
– Pero va demasiado deprisa, Su Señoría.
– Se apoya en la letra del Concordato vigente para evitar sólo la proliferación de esas asociaciones.
Comían los tres en el fresco revés de mayo de 1911, servidos con prontitud. Binelli, provincial de los salesianos, habló después de un pensativo silencio:
– En resumen, Canalejas busca alguna forma de provocación.
– También ahogar la vida civil de los conventos.
– Puede que las dos cosas.
– Rodolfo, el marqués de Comillas, quiere que nos defendamos.
– ¿No parece un alarde innecesario?
– Mas bien peligroso.
– Vete en nombre de don Bosco y habla.
Hubo un largo silencio. Rodolfo Fierro Torres, salesiano colombiano, escritor e historiador, sabía callar a tiempo, dejarle la última palabra al otro. Era una sabiduría, quizá también una ironía, que se aprende con el tiempo.
Religiosos historiadores, filósofos, teólogos y canonistas fueron enviados a la Comisión segunda del Parlamento para defender el trayecto de las Congregaciones en España.
Entre ellos Fierro Torres, el salesiano.
Cientos de muchachos de las Rondas y de los Carabancheles eran un cansancio de esquinas, un desboque de camisetas sudadas, un sofoco de junio y exámenes.
– Esos muchachos son mis poderes –pensó el salesiano.
LA CAJA DE AVISPAS
A las 5 de la tarde del 13 de junio de 1911 se abría la sesión.
La presidía Santiago Alba, presidente de las Cortes.
El salesiano Rodolfo Fierro, a solas con su sotana y cuatro papeles, se planteaba por dónde tirar.
Entre los amigos que apoyaban, Marín Lázaro, Severino Aznar, Alfonso Sangro, Norberto Torcal, Rufino Blanco, Angel Herrera, el marqués de Comillas. Entre los enemigos.
– Puaf…, los enemigos son enfermedades. Las enfermedades sólo se curan con entusiasmo. Es mejor ser derrotado en la lucha a morir de tisis, bajo el flexo.
Sólo había ya un estrado.
Habían pasado por él, el jesuita Astray, el carmelita González Rojas, el escolapio Calasanz Rabassa… Era su turno.
Rodolfo Fierro entendía que los tiempos cambian, con o sin revolución, y que la historia no se para.
La agitación reinaba en la sala.
– ¡Qué tío flacucho! ¡Que le den garbanzos!
Fierro sentía pasar la historia por su corazón, como un cuchillo de acero frío y doliente.
– ¡Silencio, señores! –dijo el presidente.
– Traigo la representación de mis compañeros de la Sociedad Salesiana: mi deseo sería traer a este palenque una ráfaga de paz, una corriente de armonía.
No se había dado cuenta. Él –que acababa de entrar en otro mundo– empezaba a acaparar a los presentes. No se anduvo por las ramas.
– El elocuente representante de la intransigente izquierda, en nombre de la igualdad y la fraternidad, aboga por la extirpación de las Asociaciones religiosas; yo, señores diputados, en nombre de la igualdad humana y de la fraternidad, abogo porque nos respetemos mutuamente. (Murmullos de aprobación.)
Fierro bajó un poco la cabeza para evitar las miradas del señor Dorado, las interrogaciones.
– No vengo a combatir; vengo a hablar de la Sociedad Salesiana. (En la mesa, señales de aprobación.)
Prosiguió, alisándose la sotana e interpelando con un leve orgullo, que era fácil percibir.
– Los salesianos, por expresa voluntad de don Bosco, no nos entrometemos en la política. Y os diré la razón. En nuestras casas admitimos sin distinción a todos los hijos del pueblo, y entre los hijos del pueblo los hay republicanos, radicales, demócratas, liberales, conservadores, carlistas, integristas, etc. Y medrados estaríamos si fuéramos a resolver ese avispero que denominan política. (Risas y aprobación.)
Ya no sólo los santos civiles de los cuadros asistían reverentes a aquella inédita confesión, sino todos los presentes. Fierro, sin pausas, proseguía:
– ¿Y qué hacemos para realizar nuestra misión? Como los hijos del rico ya están suficientemente atendidos, Juan Bosco reivindica para sí la clase media y la que despectivamente se llama clase ínfima. Allá bajamos nosotros, porque anhelamos levantarla, porque sabemos que también en ella brilla la dignidad humana, porque buscamos efectiva, prácticamente, la igualdad humana, imponiéndonos sacrificios para lograrla. (Aplausos constantes.)
Se cortó en seco la adulación y el compadreo del coñac o del interés. Don Santiago Alba se retrepaba sobre el sillón. Se veía que el salesiano dominaba la situación.
VESTIR DE PAISANO
Fierro era el orador de la palabra rápida, que pasaba del juego intelectual a la réplica popular, de un casticismo un pelín pasado, que era el de su juventud, a una trama tejida de imágenes.
– Cuatro clases de instituciones tenemos en España para llevar nuestra misión. Vosotros habréis visto, particularmente los días festivos, chiquillos rodando por el arroyo, con peligro de que los arrolle un tranvía… Pues bien, a esos pilluelos los recogemos en reuniones que llamamos oratorios–festivos, no porque se vaya allí a rezar únicamente, sino porque toda acción grande, sea religiosa, industrial o social, empieza con una mirada al cielo. (¡Muy bien!)
Fierro se hacía soluble en lo que decía. Al final, siempre el orador se salva en el discurso como el alfarero en sus alfarerías.
– Esto es aún poco; tenemos Escuelas populares, en las cuales se educa gratuitamente a las clases populares. Otra forma hay aún. Esos obreros de veinte y más años que vegetan en la ignorancia, ¿no podían reunirse de noche y aprender a leer, a escribir, a hacer cuentas y conocer y estimar su dignidad? Pues, he aquí, señores diputados de la Comisión, que para ello surgen Escuelas nocturnas.
El placer de acertar en la Comisión le atraía a Fierro como a los hombres de acción que son lo bastante ricos para colmar todos sus deseos. Por eso el momento era un excitante para el salesiano, niño mimado del provincial, que, por orgullo legítimo, resentía las ayudas de aquel.
– Veo sobre el porvenir cernerse una nube densa y cargada de tormentas –dijo don Bosco– y para el obrero creó las Escuelas profesionales salesianas, en las que educamos científica, técnica y prácticamente a estudiantes y aprendices.
Como liebre intuitiva se sintió un poco en peligro, contuvo toda la respiración, misteriosa y caliente, y dijo:
– Para no asustar a los artesanos, nuestros salesianos visten de paisano. (Risas.)
Aquellas risas lo excitaron y le dieron alas. No podía achicarse. Su propio desconcierto le hubiera aplastado.
– Siguiendo los programas elaborados por el salesiano José Bertello, realizaremos, aunque nos cueste la vida, no ya la agrupación de una clase –porque siguiendo el Evangelio no reconocemos clases en el concepto pagano de la palabra–, ni la fraternidad de los elementos que integran una nación o una raza, que esto es bien poco–, sino todos de consuno, la fraternidad universal. (Murmullos…)
El clima, en la sala, pareció inflamarse, ponerse de montería golfa y whisky. Afuera la calle estaba tibia, inmensa, ilustrada de verbena y farolillos a la veneciana por San Antonio de la Florida. Algún amago de ladrido en la jauría de la izquierda.
– … la fraternidad universal –se impuso Fierro por sobre los murmullos– que hasta los socialistas invocan y que nosotros, los católicos, los religiosos, proclamamos con igual entusiasmo, con idénticos anhelos y con mayor derecho. (Aplausos en la mesa de la prensa y en el público.) Ésta es nuestra aspiración.
EL BESO DEL PUEBLO
Todo esto había que culminarlo de alguna forma y Fierro decidió hacer lo definitivo, lo inimaginable, lo impensable, que era romper lanzas por los obreros.
– Es nuestro anhelo –dijo– armar obreros… con una rama de olivo para que, fuertes en su generosidad, se la brinden a los que hoy miran como a enemigos. (Constantes rumores de aprobación.)
Había que concluir. Como mirando por la celosía de sus quevedos añadió:
– No presentaré conclusión ninguna: vine a informar y he cumplido mi deber. (Señal de aprobación en la presidencia.)
Él sabía bien el valor que cada pueblo concede a lo suyo, pues alguien, antes que uno, habrá cantado deseos y alabanzas. Fierro se cerró en los brazos de España con ternura de enamorado.
– Y en todo caso, y en todo trance, y en todas partes, robustecemos la misma lengua y veneran las mismas glorias; haremos respetar y amar a España de todo el mundo, fomentaremos el comercio intelectual y material de España con sus hijos de allende el mar, y haremos que prefieran los vinos de Jerez a los vinos de Burdeos, y los tejidos de Cataluña a los tejidos ingleses. Ésa será la suprema venganza que tome el salesiano. Y he terminado, señores. Mil gracias por todo. Mil gracias a todos. (Estas últimas palabras apenas si se perciben. Gran ovación en el público. Varios caballeros, sin distinción de partidos, le felicitan y abrazan, y él, emocionado, tiene que enjugarse las lágrimas.)
El salesiano Fierro se sentó a descansar como Dios en el octavo día. Todo el santoral laico, de la Comisión, presidida por Alba se puso en pie. El discurso/homilía contenía vidas y hechos de otros santos. Los libros de coro de los salesianos vivían de introitos callejeros de mañanas escolares, que llegaban de calles cenicientas y vocingleras, con oficios de frailes de paisano, puestos para bandas de música y cantados, a grito pelado, por chiquillos en guardapolvo.
Una viva llama.
Como una viva llama voló todo el colegio de la Ronda de Atocha, con el padre Castilla a la cabeza, alrededor de Fierro.
La media sonrisa de Fierro, el brillo de sus ojos pillos, producían en salesianos y chicos augurios y cadencias de otra realidad mejor, pero él semejaba seguir sin alteración su camino, como un atleta vencedor algo aturdido por el triunfo.
Alguien aseguró que Lerroux había besado a Fierro en la sala.
Pero lo que sí es cierto es que una señora se adelantó para pasarle por el rostro un pañuelo de seda perfumado.
– Pero ¿qué hace usted señora?
– Le quito el beso de Lerroux
– Déjelo usted que es el beso del pueblo.
La Ley del Candado no llegó a formularse, pero el aviso a la exageración política de la Iglesia y sus asociaciones estaba dado, que era tal vez lo que Canalejas pretendía.
Me ha encantado la recreación del discurso de Rodolfo Fierro con ocasión de la Ley del Candado. Deberíamos poder seguir diciendo esto hoy los salesianos. Y prácticamente tal cual…