MADRID, HACHAZO DE FRESCOR

De andar y pensar   |   Paco de Coro

9 febrero 2022

Salesianos, cambio de siglo

 

LA RESACA DE UTRERA

Una dama madrileña, María Paz Sánchez, cooperadora a su vez, se había informado sobre el funcionamiento de los salesianos en París y pensó traerlos a Madrid.

Miguel Rua, el sucesor de don Bosco, había visitado España la primavera del 1899. El entonces nuncio en Madrid, Francica, le hacía saber que era muy necesario que los salesianos se establecieran en la villa. Y del entusiasmo de aquella primavera, los salesianos colgaban sus recelos, arrinconaban sus dudas y elevaban ya sus horizontes.

Por fin, Madrid a la vista. No había sido fácil

El Consejo General de los salesianos se reunía, en Turín, el 27 de junio de 1899, para elegir el hombre que había de iniciar la obra. Todos coincidían en Ernesto Oberti. Oberti era estatura de la Andalucía crecedera e intrépida y podía muy bien adaptarse a cualquier hueco, alegre y practicable, de un Madrid en expansión.

El 18 de octubre de 1899, Oberti salía de la casa de San Benito, en Sevilla, en dirección a la estación de ferrocarril. Despiertas todas las banderas del afecto, le acompañaron Mauricio Arato y Pedro Ricaldone, directores de San Benito y Trinidad, respectivamente, junto con la resaca de la chiquillería sevillana.

Padre Oberti que quería usted desaparecer de Sevilla como un ladrón –dijo Ricaldone.

– ¿Cómo un ladrón? Yo no me he llevado nada de su casa.

– A lo mejor sí.

A Oberti le conmovió la ingenua indirecta de Ricaldone, en una dialéctica sin duda aprendida en el Oratorio de Sevilla.

Finalizado el acto de despedida oficial, juveniles manos le cogían medio en volandas y le salvaban de otras y otras manos, mientras Oberti podía subir al tren y redimirse con un adiós desde las ventanillas.

La multitud de chicos y grandes oreaba como un gran viento.

Las manos fueron ya un todo, fueron todo superficie sin roce.

El tren arrancó para Madrid.

A Oberti le costaría tiempo perder el barco puramente mental de toda aquella alta mar de cabezas. Pero tendría muchas horas por delante para hacerlo.

De Sevilla a Madrid Oberti empleó toda una noche, la del 18 al 19 de octubre, y toda aquella noche se le llenó de estrellas como voces, y pancartas.

El fragor dormido de las estaciones le llevaba los pensamientos a Utrera, sus 18 años en Utrera, con ensoñaciones intermitentes de rostros y de hechos, de personas y edificios.

 

MADRID, HACHAZO DE FRESCOR

Para Ernesto Oberti la cabeza era un corcho que le flotaba estúpidamente.

Llegaba a Madrid.

Con su vocación de filo, con esa ansia de penetraciones, podía devolverse una vez más a sí mismo, después de 18 años en Utrera, ahora que llegaba a Madrid.

El Madrid de la calle y de la protesta, el de la ira y la Deshecha, arrastrado por la resaca de niños y garzones humillados, le esperaba, les esperaba.

Bienvenido padre Oberti. Bienvenidos, padre Luguera, padre Vega.

– Hermanos, tan sólo.

– Bienvenidos a Madrid.

Un hachazo del frescor de la mañana inundaba a los tres primeros salesianos en la villa.

Estaban ya los tres bajo las banderas de María de la Paz Sánchez, entre gemas históricas del siglo que ya acababa, con una multitud delante, por venir, en Madrid –que sería inmensa– y otra detrás, jamás abandonada, en Utrera, en camino hacia otra ciudad: Madrid, altamar de la historia española, galerna de intrigas y futuros, como en los viejos tiempos, como siempre.

Lo que en 1893 había quedado en insinuación entre el arzobispo–obispo Cos y Macho y Felipe Rinaldi, reventaba en gozosa realidad el 19 de octubre de 1899.

Oberti, Luguera y Vega, después de subir y bajar calles en lentas cuestas, junto a la señorita Paz, alcanzaban el pequeño chalet de la calle Zurbano, nº 50, muy próximo al hipódromo.

Oberti, Luguera y Vega, descendían al suburbio de Madrid, como ya antes habían descendido al cielo incendiado de los chicos y jóvenes de Utrera, a su clima de grito y juego, que queman. Descendían y ascendían para seguir.

Una vez en el chalet a los tres les salía al paso la sombra, invadente y protectora, de la estatua de María Auxiliadora, valedora grande y omnipotente, que él mismo había tenido buen cuidado –dicen las crónicas– en que fuera ella quien  tomara posesión de la casa antes que nadie. Oberti quiso así capitanear, en la Corte, las vanguardias, que capitaneaba la Auxiliadora y en vez de abrir una casa más de educación, abría un Oratorio de don Bosco, que es tiempo agolpado de juego, amistad, catequesis, fe. Él lo llamó Oratorio de San Francisco de Sales. Como se ve por este detalle, Oberti llevaba en sí la llama encendida de don Bosco y siempre iba a ser el salesiano, neto y digno, el valor seguro y audaz, por el que apostaron en Turín.

 

ZURBANO 50, ASILO DE URGENCIA

En aquel chalecito de Zurbano 50 todo tenía algo de rara armonía, de verbena de arrabal, de excursión hacia un nuevo siglo.

– Este Oratorio no hay que perdérselo, que son todos golfos.

– Lorenzín es que va con los curas como si fuese a la verbena.

– Y tú y todos nosotros, no te digo.

El primer domingo después de la instalación de los salesianos hubo rápidas visitas de chicos y garzones, como si el Oratorio fuera el asilo de urgencia de trotamundos y dejados sin hogar, donde se iban a recibir desayunos de caridad. Después, a diario, unos llegaban para jugar, otros para estar simplemente, otros quizás para estudiar, pero por carecer aun de lo preciso –le decía Oberti en carta a Rua– no tenemos clases.

– Se lo voy a decir a tu padre

– ¿El qué?

– Que vas con los curas de Zurbano.

– Te deslomo.

– Pareces un madrileño de clase. Creo que podríamos…

– Un madrileño de clase te puede dar una hostia. Adiós, jilipollas.

Oberti, sobre todo, y Luguera y Vega también, echaron a andar con esta casa a cuestas, entre las miradas esperanzadas de un puñado de amigos, llamados, Cooperadores.

Pero Oberti, sobre todo, quería reunir un grupo mucho mayor de muchachos, que aprendieran a leer y a escribir muy en serio. Estos y otros chicos le empujaban y hasta sobeteaban.

Oberti, Luguera y Vega eran felices, pero querían más organización en sus medios, más espacio, más sitio. El presente les pasaba por sus rostros una mano incruenta y refrescadora, en la ayuda de Paz Sánchez, pero en Zurbano 50, se quedaban sin tiempo, fantasmal y cruel, reconducidos y reconvertidos, en la soluble soledad de los solares. Le escribía así a Miguel Rua:

– Lejos del bullicio nos ha querido el Señor, pues con estar en Madrid, estamos en el campo y aislados.

Oberti, su cabeza monda como un lujo último, al final del siglo XIX, navegaba ahora entre las cabezas rapadas de la chiquillería madrileña, en busca –quizás– de casa propia. Le hacían corro Luguera y Vega. Mientras, en aquel reducto, desabrigado y hondo, se apiñaban, todos, en torno del rumor y del rezo bisbiseado los primeros chicos de los salesianos, en Madrid.

 

OBERTI, TUBERCULOSO DE NECESIDAD

Al final del siglo XIX y principios del XX Madrid se había vuelto adolescente: ya no se daba prisa, sino que saltaba; no cantaba, vociferaba; no reflexionaba, actuaba.

Madrid, con sus 516.428 habitantes, se abría más y más, como auténtica capital de hecho, rompiendo las malhadadas cercas y palpitando con pretenciosa vitalidad, en los nuevos barrios de Argüelles y Chamberí, de Salamanca y del Ensanche.

Madrid seguía siendo una ciudad a medio hacer.

Ernesto Oberti, tuberculoso de necesidad, se tenía que trabajar su sitio en la villa.

Primero hizo burocracia con el obispado y con el ayuntamiento, después o al mismo tiempo con los bienhechores y cooperadores. Supo meterles inquietud y profecía, cuando les escribía:

– Si de la humildad de la obra hemos de argüir su grandeza como de la profundidad de los cimientos se deduce la altura que ha de alcanzar el edificio, podemos esperar que la Obra Salesiana de Madrid llegará a ser muy grande, pues la humildad en que nació ha sido muy profunda.

Pero el amor sueña siempre con levantar futuro, aunque, enseguida, la torre del deseo se derrumbe y desaparezca de repente. Y de amor se trataba en esta empresa, de atinar en la diana del corazón juvenil madrileño. Oberti, Luguera y Vega y muy de cerca Felipe Rinaldi, desde Sarriá, como provincial, ideaban y pretendían un incendio de afectos para el Madrid de principios de siglo, que era el que –quizá cimeramente– habían vivido y vivían en Utrera, Sevilla, Barcelona, París o Turín.

Oberti, sagaz y generoso (quizá sea la misma cosa) pedía, con insistencia, a los cooperadores para Madrid, lo que ya los salesianos habían logrado para América, así:

– ¿De quién son obra los innumerables colegios, escuelas, talleres, oratorios festivos, colonias agrícolas y misiones entre los nativos de América? ¿Y a quién deben su utilización éstos y su educación los trescientos mil niños que en esas diferentes clases de casas encuentran pan y abrigo? A los Cooperadores y Cooperadoras se debe todo.

Pesaban sobre Oberti, como una losa, aquellos datos y quería instalarlos en el corazón de los cooperadores de Madrid, para atajar, lo antes posible, las carencias de los chicos de Madrid, con un medio práctico: la lectura del Boletín Salesiano.

Imparable y entrometido Oberti, concluía:

– El Boletín Salesiano es el lazo que nos une a la Obra de don Bosco y nos da a conocer sus necesidades. Por eso, hay que leerlo.

 

CAMBIO DE SIGLO

Cuando el reloj de la Puerta del Sol señalaba el cambio de día, del mes, del año y del siglo, los cooperadores de Madrid podían escuchar la voz tendida de Oberti:

– Nos falta todo, mis buenos Cooperadores, y todo lo que vuestra caridad nos proporcione se agradecerá.

El cielo cambiante del siglo seguía su curso.

Mientras, Oberti, Luguera y Vega, descendían al cielo incendiado de los chicos y garzones de los solares, de los jóvenes de los terraplenes de La Guindalera, o de Las Injurias, o de las Rondas.

Descendían, compartían y promovían a nuestra chiquillería madrileña, viajera e inquieta.

Madrid, en la noche de San Silvestre, palpitaba, recostado sobre su propia historia de cuita y pesadumbre, eliminando sombras, arrugas, deterioros… que se abría ya, en verdes ganas de vivir, el 1 de enero de 1900.

Pero Oberti era y fue como el resumen en un solo salesiano de todos los salesianos que han pasado, pasan y pasarán por Madrid, paseando una alegría de vivir y de sentir y de hacer. Oberti era un artista del corazón y hasta un gran caballo matalón. Tenía que pasear y paseó las noches y los días del paseo del Obelisco, de Santa Engracia y de las Rondas, las riberas del Manzanares y quizás las aceras del Viaducto, esa arquitectura de auge fugaz, por la que alguna vez se han asomado todos los madrileños, como en un suicidio colectivo.

También Oberti se asomó, para ver; mejor, soñar con las flores del bien.

– Don Oberti,  qué descolocados quedamos en Zurbano –dijo Luguera.

– Hay que explorar los sentimientos de nuestros bienhechores.

– Ya “La Semana Católica” lo intenta desde sus páginas.

– Nosotros tenemos que hacerlo a nuestra manera, Eustaquio.

Oberti intuía aciertos, la experiencia le colmaba. Tenía ya ante sus ojos la lágrima contenida de una vida anticipadamente llena.

Si para algunos el Viaducto es el barandal de lo definitivo, para Oberti, desde él, había que esperar milagros, los más difíciles, los de la esperanza. El más concreto, el de una casa propia y definitiva.

Por ahora tan sólo alcanzaban a ver las villas imposibles de un Madrid en expansión. Oberti, Luguera y Vega velaban armas.

 

EMPUJONES DE LA PRENSA CATÓLICA

Nadie llama tanto la atención en un lugar, como quien llega de fuera.

Además, si lo hace con sotana puede llegar a los más inexplicables sitios, a donde jamás se ha pensado ir.

Oberti y los primeros salesianos habían venido del mundo de Utrera al de Madrid, en silencio, en la discreción que lo habían hecho todo en la vida, tan sosegados, tan ofrecidos, y tan a lo suyo. Y en aquel chalecito de Zurbano, sobrante y esquinado, de techos muy altos y desconchados, vino a sustituirles la doméstica algarabía de algunas viejas rezando rosarios a la Auxiliadora y de los chicos jugando al escondite inglés en tan inventado parque de piedra y ladrillos, a falta de parques de verdad.

La Semana Católica se internaba en su futuro así:

– Bienvenidos sean, pues, los salesianos, y la bendición de Dios sobre ellos.

– Si queremos, pues, verlos en acción en sus oratorios festivos, escuelas y casas de artes y oficios, mientras ellos van, como se suele decir, tomando el terreno, tratemos nosotros de sacarles pronto de la reducida casita de la calle Zurbano.

Los garzones y chavalotes suelen disfrazar sus dudas y fragilidad con fuerza, desdén, rebeldías, hasta groserías, agresión y pelea. La Semana Católica, estremecida, señalaba:

– Pidamos, pues, a su Auxiliadora… depare pronto un lugar en condiciones en alguno de nuestros populosos barrios, donde a millares pululan esos niños, que, dejados a sí mismos, no harán sino aumentar el número de los que son la hez de la sociedad.

La Semana Católica electrizaba los ambientes católicos de Madrid.

– Dios, Dios, esos niños…, la hez.

Al bueno de Oberti de lo grande le interesaba lo pequeño.

Había que rehacer el pequeño chalet de Zurbano. Aquí unos azulejos, aquí unos rodapiés, aquí una pieza de alfar, aquí el vía–crucis para la capilla, aquí una cama y otra y otra –ya tenemos los tres primeros internos– aquí unas sillas y la vajilla.

Oberti estaba en lo concreto y era incapaz de filosofías.

Ahora a enseñar a leer, a escribir, a rezar y a recibir los sacramentos. Que la vida es como un barco que se va siempre y… los tres primeros internos tenían ya quince años.

Golfos los llamaban los papeles de época. Para Oberti eran chicos que se quedaron sin palabras o que nunca las tuvieron, porque sólo usaron o se usaron con ellos los cascotes del insulto, de la bofetada o de la ausencia.

Oberti y Luguera y Vega velaron el desgarro y la esperanza de aquel 1de enero de 1900, con la primera comunión de los tres chavalotes, del Madrid del desgarro, acompañados de los primeros Cooperadores.

 

POR LOS ARRABALES DE UNA GENERACIÓN

Ernesto Oberti, a su vez, seguía trabajando con gozo implacable, en la recuperación social de los tres primeros chicos internos y en las docenas de oratorianos, que se acercaban por Zurbano 50. Primero fue la fiesta de San Francisco de Sales y después la de María Auxiliadora de 1900, los dos desafíos más fuertes que los tres primeros salesianos, en Madrid, tuvieron que salvar. En aquellas fiestas estuvieron, como talladas en una pupila, todas las oportunidades de la primitiva comunidad de salesianos.

Pero Oberti no podía dejar de mirar hacia delante.

Con algo de bohemio y trotamundos de la calle, con algo de santazo y de escritor sobre el corazón de los jóvenes bien podía colocársele en las hornacinas del Puente de Segovia o del Viaducto, como representante de la generación del 98.

– Don Ernesto, que por la calle Magdalena alquilan un edificio entero.

– Don Ernesto, que en Santa María de la Cabeza, Moret  vende más hectáreas.

– Don Ernesto, que el duque de Tetuán alquila unas casitas de la Ronda de Valencia.

– Don Ernesto, que…

Y había que ver a don Ernesto, camino de las Rondas, subir y bajar cuestas, como la síntesis del salesiano absoluto y esencial con zapatos estilo Don Camilo de Guareschi. Oberti fue ya hijo natural, nunca adoptivo de todo arrabal –Utrera, San Bartolomé de Málaga, Trinidad de Sevilla, La Guindalera y las Rondas de Madrid– adonde la Congregación y su sino le fuera llevando. A él, tan aristocrático y tan refinado, el Madrid de la Regencia le venía tan lleno como el Turín de la unificación.

Mientras los intelectuales y políticos del 98 vivían la humillación y la desgana de un país sin pulso, en los arrabales de Madrid crecía la leyenda y la magia de aquel salesiano italiano que, seducido de chiquillo por don Bosco, milagrosamente, victoriosamente y sin abandonar a la chiquillería de Zurbano, se adentraba con ella en la Ronda de Valencia 17.

Juan Ramón Jiménez se asentaba por entonces en la villa, Joaquín Sorolla lograba la medalla de honor a su pintura y Valle–Inclán se disponía a publicar su Sonata de Otoño.

Oberti tanteaba los precios de las tierras de Moret y hasta apalabraba su compra.

Don Segismundo le daba calabazas. Le pareció poco lo que el cura le ofrecía.

Oberti pensó entonces en la casita de Ronda de Valencia 17. El buen Dios y el señor duque de Tetuán harían lo demás.

Si don Bosco había sido la luz en su ruta y la decisión en su alma, ya está… Ronda de Valencia 17 era el sitio. Además él era experto en cambios. Le daba igual cambiar los cisnes viscontianos de Valsalice –Valle de los Sauces– en Turín, por las grullas andaluzas en Utrera o por las palomas madrileñas. Siempre obtendría resultados.

 

RONDA DE ATOCHA 17

En la vida hay que apostar.

Oberti, que siempre tuvo que jugar a la paradoja, decidía asentarse en la ronda de Atocha después de haber visto mucho, oído y considerado, porque éste era el Madrid callejero, organillero, feliz y agridulce, bronco y en alpargatas, ya con las primeras blasfemias ominosas de movimientos obreros revolucionarios, asomando por las esquinas.

Directo y rotundo se lo comunicaba a sus Cooperadores:

– Considerada la cosa –escribía–, no con los ojos de las conveniencias personales, sino con los de nuestra benéfica misión, me parece no anduve desacertado en la elección del lugar donde sentar los reales de la Obra Salesiana: barrios extremos y populosos, nubes de chicuelos y mozalbetes, núcleos de obreros…, muy pocas escuelas, contadas instituciones religiosas, carencia grandísima de templos: he ahí las bases principales de mi elección.

Estas fueron las verdades fijas y estallantes que Oberti tuvo claro a la hora del pistoletazo de salida en Madrid: el enfrentamiento a todo el Madrid del abandono, del bullicio y de las caras sucias; la apuesta por el barrio de las Injurias, correteado y saqueado por la desconcertante chiquillería a medio lavar, de las márgenes del Manzanares, hijos de las mil lavanderas de Embajadores, o Las Peñuelas, Las Cambroneras o Los Espartales.

La casita de Ronda de Atocha 17 tenía planta baja, un principal y un segundo y por detrás un gran solar, con fachada por su testero al Paseo de Santa María de la Cabeza. La superficie total alcanzaba 175.136 pies cuadrados, ocupando el nº 17, 4305 pies cuadrados, según consta en el Registro de Propietarios, trazado por el arquitecto municipal, Coluvi.

– Que la infanta Mercedes se casa con Carlos de Borbón.

– Pero si son primos, chica.

– Se quieren…

– Oye, que Sagasta forma gobierno otra vez.

– Lo que no se puede es tenernos desinformadas.

– Tú en eso tienes razón, que estamos aquí como sillas isabelinas

Era el 14 de mayo de 1901.

El gobernador eclesiástico de la diócesis de Madrid–Alcalá, sede plena, el deán y el cabildo todo, escuchaban la lectura de la petición de apertura de la casa de los salesianos así:

– Que dada la caridad de varias personas, esta residencia hasta hoy con carácter provisional, va a constituirse en casa permanente y definitiva, contando para ello con un pequeño local y solar en la Ronda de Atocha… Suplica se digne conceder la debida autorización en la forma de costumbre. Ernesto Oberti.

En papeles desplegados, con varias firmas y varias fechas, del 30 de mayo y del 5 de junio de 1901, el obispado de Madrid–Alcalá concedía a Oberti la fundación solicitada.

 

UN BANQUERO PARA LOS CHICOS DE LOS SALESIANOS

– Dicen que estalló en aplausos.

– Se lo merece, qué carámbanos.

– Yo le vi una vez de paisano y hasta quedaba elegante. No parecía un cura.

– ¿Es que es malo parecer un cura?

– Según qué cura, hija, según qué cura.

Y el roneo seguía en el lavadero de Ronda de Atocha 19. La Consuelo, como siempre, era la que agitaba la tertulia:

– Lo del jardín es inexplicable y lo inexplicable siempre tiene algo negro.

– Pues no, Consuelo, lo inexplicable es sólo lo que no han querido explicar –resumía la Cloti farfullando.

– Que no, te digo yo.

El judío se llamaba Fernando Bauer Morpurgo y había nacido en París, avenida de los Campos Elíseos, el 4 de Julio de 1873, de padres judíos y de nacionalidad austríaca.

Fernando había venido a Madrid, junto con sus otros dos hermanos como representante de la Banca Rotschild. Los tres tenían punto en ciencias económicas y eran buenos financieros.

– Pero es que al judío lo cristianó un jesuita en San Jerónimo.

– Tenemos entonces un judío cristiano.

– Y con grandeza de corazón.

– Dicen que pasa horas con los salesianos.

– Inexplicable y lo inexplicable siempre tiene…

Bauer caminaba tras los pasos de su corazón cristiano y llegó a conocer a los salesianos a través de la Obra de los Obreros Católicos. Pero fue el bullicio de los chiquillos de la Ronda de Atocha el que metió palanca a su vida y embarrancó aquí todos sus afectos.

La vida junto a los chicos de los salesianos de las Rondas se sobrepuso a sus otras vidas.

¿Qué quedó del banquero, del financiero, del políglota, del empresario, del abogado riquísimo?

Quedó eso, un típico fenómeno de amor a los demás.

Bauer extendió un gran mapa de necesidades sobre su corazón y les salió al paso.

Las antenas de los salesianos de la Ronda de Atocha, con su ojo de Polifemo multitudinario, le susurraban confidencias y agobios. Primero fue Oberti, después Zabalo, después Manfredini, después Olaechea, Lasaga, después, Vicente o Marcellán.

Bauer adivinó la ferocidad de la pobreza en el rostro de la chiquillería de Lavapiés y estableció un sistema anónimo de ayudas, becas y subvenciones. Hasta abrió una cuenta de crédito a nombre de los salesianos para que pudieran ir comprando, palmo a palmo, pies a pies, los terrenos de la Ronda de Atocha… y de Carabanchel.

– Don Fernando, una pulga, una pulga.

– ¡Y no sabes que, cuando la ves saltar, ya es abuela!

La ciudad toda de Madrid entró a saco en los cuartos de Bauer. Y el testigo de Jesús fue creciendo dentro del cooperador salesiano judío.

 

EL TAMAÑO DEL SENTIDO COMÚN

Oberti estaba en su cámara, contento con su suerte, cavilando hacia donde le llevaría su peripecia y, sobre todo, contrariado; ahora que le habían nombrado provincial.

No era la primera vez que se veía fuera de su control, pero eso de ser provincial de Madrid, el primer provincial de los salesianos de Madrid, era demasiado.

Antonio Castilla entró en la cámara de Oberti cuando los demás salesianos se habían retirado a dormir. Se acercó a él en la penunbra.

– Y bien padre Oberti.

Oberti se acercó y Castilla creyó que se desmayaba: estaba ante un espejo de carne y hueso. Él, más acostumbrado que Castilla a su verdadera faz, le contestó tan confuso como él mismo:

– Esta desazón en el estómago, Antonio. Parecemos primos hermanos.

El humor vino en ayuda de Castilla, recordándole que, a vómitos, no le ganaba nadie.

– No vamos a discutir por cuestiones de parentesco estomacal.

– Desde luego, y menos con el padre que tenemos en el estómago.

Rieron para expulsar el nerviosismo y luego fueron al grano.

– He recibido mensajes de Turín para abrir nueva casa. Esta vez para salesianos jóvenes.

– A veces te envidio, Ernesto.

– Vente conmigo mañana a los Carabancheles y te enseñaré los terrenos. He localizado el asiento del sentido común para «nuestros hijos».

– ¿Ocupa mucho sitio?

– El del sentido común bien puede tener el tamaño de una nuez.

– Creí que sería como un grano de mostaza.

– Pues tiene ambos tamaños, el de una nuez y el de un grano de mostaza. «Nuestros hijos» serán muchos y necesitan espacios.

Los solares de los Carabancheles olían a quemado cuando los dos apasionados salesianos Oberti y Castilla recorrieron enfrascados en amena conversación terrenos y fincas.

– Esta es la mansión y sus 17.000 metros cuadrados.

– Pero, Oberti; ¿y el dinero?

– Ya tenemos un bienhechor dispuesto a pagar todos los gastos.

– Esto es lo mejor de tu vida, resultados sobre sorpresas.

– De Turín nos han dicho que los compremos, pero que no la abramos hasta dentro de cinco o seis años.

La mansión señorial de Carabanchel Alto la vendía el conde de Reparaz, heredero de los marqueses de Yarabayo. Era una mansión señorial, rodeada de jardines y campos amplios para huerta.

 

UNA VEZ Y RÁPIDO

Lo más maravilloso de la bondad es que se gusta a sí misma, se encuentra artista, digamos, y seduce a otros y otros.

Los largos ojos claros de Oberti y su sonrisa de cura tímido sujetaban al personal juvenil del barrio de las Injurias. Por entonces, ya se veía en la Ronda de Atocha 17 que los salesianos – Oberti, Carvallo, Castilla, Olivazzo, Urra, Artacho, Urgellés y así– trabajaban mucho, en serio y a fondo, no sólo como nuez sino como grano de mostaza.

Era la manera que tenían de jugar, de reír, de narrar, de vivir, de ser, de quedarse.

Surgían como animadores del milenio, profetas de barrio en construcción.

– El pensamiento puede dilatarse, don Guillermo; los actos deben realizarse de una vez e inmediatamente.

– ¿Una vez y con premura?

– Una vez y con premura. Ésta es su casa.

Don Guillermo se quedó sin respuesta; las venillas de las sienes pulsaban bajo la piel que recubría como una gasa el cráneo; su pensamiento se movía como chapoteando en un pantano viscoso.

– Padre Oberti, le dejo cien mil pesetas para comprar Carabanchel.

– Entero valdrá mucho más, don Guillermo.

– Mi plan supongo que coincide ya con el vuestro.

– Usad la inteligencia.

– Sí así lo queréis, sabed que Guillermo Gil Calvo pide ser admitido entre los salesianos, ¿Quién es don Bosco?

– Si queréis saberlo, marchad a Villaverde de los Pontones, en Santander.

– Sois un canalla, un intrigante. Me habéis robado el corazón.

– La intriga no fue mía, don Guillermo. Lo sabéis de sobra.

Guillermo Gil Calvo se incorporó, arregló un poco sus papeles, besó la mano al padre Oberti y le espetó desde la puerta:

– Una vez y rápido.

Guillermo Gil Calvo, secretario del Museo Arqueológico Nacional, farmacéutico de carrera, de familia acomodada, con 47 años, salía para Villaverde de los Pontones, donde se hizo salesiano.

Como si leyera sus pensamientos, Oberti prosiguió en tono impersonal, como quien dicta un despacho.

– Estoy al corriente de vuestra historia. Sin ser salesiano, ya lo sois desde hace tiempo.

– Pienso fortificarme en Villaverde. Sois un canalla. No lo olvidéis.

– Nunca llaman canalla al que gana.

 

CONTINUARÁ…

1 Comentario

  1. Samuel

    Paco, emociona conocer los inicios, humildes pero enérgicos, del carisma salesiano en el corazón de España. Un poco de esa energía necesitamos ahora, y también un poco de generosidad en los bienhechores de entonces, para que no sea el dinero quien condicione la eficacia de la labor que se desarrolla. En fin…

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