MADRID, LA AVARICIA DE DON BOSCO

De andar y pensar   |   Paco de Coro

26 enero 2022

Continuación…

Salesianos en la Restauración alfonsina

MADRID, LA AVARICIA DE DON BOSCO

El 22 de septiembre de 1885 el Consejo General de los salesianos se reunía en Turín para estudiar el tema de la fundación en Madrid, junto a Juan Branda, quien podía introducir en la reunión el calambre que recorría todo Madrid, asediado y preso de cólera.

Había que ver a aquel Juan Branda, grandón y pillo, como embajador de la Comisión de Notables de Madrid, ante don Bosco y su Consejo.

–   Yo pienso por nosotros, no por cuenta de la Comisión de Madrid –dijo Branda.

–   Y bien –añadió Rua.

–   Que los señores de Madrid están dispuestos a recurrir al papa si nuestro Consejo General se opone a su propósito.

Al Consejo General en pleno le compensaba sumergirse en un deseo vulnerador y querido. Pero eran personas de orden, gente reglada y miraron a don Bosco.

Tenaz como un minutero, se alzó la voz de don Bosco, quien como atlante cargaba con el mundo juvenil, también de Madrid, para instalarlo en otra parte y dijo:

–   Establézcase, pues, una comisión para examinar el proyecto de Madrid y el modo de adaptarlo a nuestro sistema. Quedan encargados de eso Celestino Durando, Francisco Cerruti y Juan Branda, y presenten luego sus conclusiones al Consejo.

Algo interior, sin habla, sin árboles, sin luz, machacaba instintivamente al Consejo de salesianos. Don Bosco ardía en delicias de llegar a Madrid y exclamó:

–   ¡París, Madrid, Trento! ¡Qué nuevo e inmenso horizonte tiene la Congregación Salesiana!

El santazo de don Bosco se tambaleaba ahora un poco, bajo el peso de todo el universo venidero en Madrid, que se le subía a los hombros y a los deseos, con la fuerza de un destino. Suspiró de nuevo:

–   ¡París, Madrid, Trento!

El Consejo General creía que don Bosco se tambaleaba de ensoñaciones.

Pero no y no.

Todo genio revolucionario, nuevo, y San Juan Bosco lo era, entorna un siglo y abre otro (no nos referimos a los del calendario), sino al de la realidad establecida.

Don Bosco había apretado ya el acelerador y se le había calentado la boca. Además, no se podían llevar tempestades al mundo de rejas de los chicos de Madrid.

–   Y ahora –concluía el santo–, volviendo a la propuesta de Madrid, convendrá que incluso vaya alguien a Madrid para, sobre el terreno, hacerse una completa idea y sacar conclusiones.

San Juan Bosco metía así palanca a la petición de Branda, por avaricia universal, que quizás no es tal avaricia, sino una manifestación mayor de amor, una ganancia grave y eucarística para los salesianos.

 

LOS BORDADOS DE UN SISTEMA

En Madrid, la Comisión de Notables, esperaba el estallido de las noticias de Valdocco.

Durando, Cerruti y Branda proponían al Consejo General la negociación poniendo como única condición que todo pudiera llevarse a cabo según las normas directivas de la Congregación Salesiana.

El Consejo General de los salesianos se reconciliaba así con su profesión de pacto.

Madrid a la vista. Negociaciones.

Don Bosco escribía enseguida a Silvela y al nuncio Rampolla.

Con oreo de mar y de hombre indestructible en sus principios el santo unía a su carta una copia del reglamento de los colegios salesianos.

De su lectura resulta ser un educador con más visión de futuro y de la educación entre todos los que crecían por entonces.

–   Razón, religión y amor.

–   Sistema paterno.

–   Libertad e independencia en administración y dirección –recalcó el santo.

Caían estas y otras palabras sobre los prohombres del Patronato, al leer la carta de don Bosco.

Silvela y Rampolla conversaron sobre ella.

–   A mí me gusta mucho lo que don Bosco dice, monseñor, pero no todos los junteros están con él –dijo Silvela.

–   Don Bosco es hombre de experiencias –añadió Rampolla.

–   Es que yo creo en las palabras –propició Silvela.

–   Y yo. Pero la palabra al servicio de algo –siguió Rampolla.

–   Sabe, monseñor, yo creo en don Bosco.

Esta alusión sirvió al nuncio Rampolla a escribir a don Bosco el 11 de octubre de 1885, para testimoniarle su afecto y adhesión. Le decía entre otras cosas:

–   Estoy animado por la sincera estima y particular benevolencia que profeso a la Congregación que usted tan dignamente preside… Me encontrarán siempre dispuesto a prestar mi ayuda, en lo que pueda, para el éxito de la fundación propuesta.

Suelto, vivo y abierto quedaba el tema.

Don Bosco hizo gesto de pasarle a Rua la carta y éste –sin comentar nada– la aceptó.

Parecía romperse el muro de la rutina burocrática.

Se veía alborear, entre las diferencias, un nuevo modo de entenderse.

Empezaba, como un reguero de dinamita, un viaje de cartas y hasta visitas, con un final que estallaría como una sorpresa.

 

AQUEL 18 DE ABRIL DE 1886

Don Bosco, sin haber conseguido borrar el perfil de Lastres, respondía desde Alassio (Génova) a Manuel Silvela, sobre el proyecto de la Escuela de Reforma.

La gran comitiva del Patronato de Santa Rita iba y venía a Carabanchel Bajo, una y otra vez para ver las obras, ahora con aplauso desganado, de viejas y chiquillos, que habían oído que, por fin, se iba a hacer justicia a los micos de la cárcel.

Entre tanto, Silvela y Lastres, calentaban motores. Don Bosco había llegado a Barcelona.

Era el 18 de abril de 1886, domingo de Ramos.

Allí estaba Lastres, en Sarriá, gallardamente atrincherado frente a don Bosco, con una carta de recomendación de nuevo –¿otra más?– del nuncio Rampolla.

Don Bosco terminó de leer la carta del nuncio, que pasó a Miguel Rua.

El santo y el diputado Lastres mantuvieron una conversación pendular.

–   ¿Qué cosas señor Lastres? Por cierto, que tiene usted un apellido un poco raro.

–   Sí, claro. Bueno, no sé. Soy cubano.

–   ¿Leyeron nuestro reglamento?

–   Pues claro. Nuestra respuesta es sí a su sistema educativo.

–   ¿Sin concesiones?

–   Pues claro. Sin concesiones y sin añadidos.

–   Razón, religión y amor.

–   Don Bosco, nosotros también tenemos corazón.

Desde hacía tiempo, Francisco Lastres no podía oír la voz de don Bosco sin sentir el ballestazo largo de su amor en su pecho cansado, lírico y sobredorado de fatigas por la cuestión penitenciaria en Madrid.

–   Posee usted, señor Lastres, un español de clase. Creo que podíamos entendernos.

–   Pues, usted dirá –se asegundaba Lastres con cierto gracejo cubano intencionado.

–   Que unas cosas pueden compensarse con otras siempre que la relación educador/chico dé un salto cualitativo.

–   ¿Cualitativo?

–   Quiero decir que en lugar de corregir, presionar, reprimir, podemos pasar a relaciones de amistad, estímulo, que permitan proteger la fe.

Fue un momento solemne y magistral, en que don Bosco, no podía negarle una carantoña de afecto al buen Lastres,  como siempre decía el santo y decidía enviar a Turín la carta del nuncio Rampolla, con una anotación, de su puño y letra, dirigida al Consejo General de los salesianos en la que se leía:

–   Para que vea y haga todo lo posible.

Los ojos de Lastres, llenos de afecto, envolvían al santo y se despedía.

 

NUEVOS FILTROS

Había quedado vencida la resistencia de don Bosco.

Era ahora la vez de su vicario, Miguel Rua.

Se iniciaron conversaciones y se pusieron bases, cinco bases, muy prácticas.

Con la llegada del Jueves Santo, el día 22, don Bosco encontraba tiempo para responderle al nuncio Rampolla, entre otras cosas:

–   Ahora no queda más que redactar un convenio entre la Comisión de Santa Rita y los salesianos, y apenas regrese a Turín será ésta una de mis primeras preocupaciones.

Pero sin duda lo que a Lastres le sonaría, en su viaje de vuelta a Madrid, como un esquileo, con vibración callada, pero dentro y para siempre, serían las palabras que el santo, directo e imparable, pronunció en plenas Ramblas, en la iglesia de Belén:

–   El joven que se malea en vuestras calles, al principio os pedirá una limosna, después os la exigirá, y, por fin, la hará efectiva revólver en mano.

Pero el hombre propone y Dios dispone.

El Consejo General de los salesianos no pudo tratar el tema de la fundación de Madrid sino el 25 de junio de 1886.

Nuevos puntos, nuevos matices y nuevas modificaciones, complicaron los hechos.

De nuevo vagas reticencias y sospechas. De nuevo aplazamientos.

El 8 de julio de 1886 escribía don Bosco a Silvela.

El santo abundaba en generalizaciones tan prometedoras como convencionales, en buenos sentimientos como en normas, repetidos ya cien veces.

La viabilidad del Convenio entre los salesianos y el Patronato de Santa Rita se nublaba de condiciones. Al final de la carta don Bosco, con diplomacia, mal contenida, les disparaba de golpe:

–   Otra cosa me queda por decir, con gran pesar por mi parte, y es que debido a la escasez de personal… habrá que esperar acaso hasta 1888 o 1889, antes de que yo pueda tener personal disponible para esa empresa.

Otra vez más dulce comunicación aplazada, tensión y cortejo de verdades a medias.

La Comisión de Notables decidió callar. Podía ser también una manera de luchar.

En la Navidad de 1886 el nuncio Rampolla recibía una felicitación de don Bosco y le pedía alguna razón del inexplicable silencio de Silvela y de los demás. Rampolla, respondiéndole el 5 de enero de 1887 le decía:

–   No sé decirle por qué motivo no se haya dado adecuada respuesta a la comunicación con que usted remitió al senador Silvela el proyecto de contrato que se le pidió.

La mirada o el despecho o el cansancio, de quienes tenían otras miras dieron por concluida la relación. Pero sólo la intimidad sabe lo cierto.

 

LA FRUTA Y SU PEPITA

Cuando la primavera de 1887 asomaba a las colinas del Monferrato, don Bosco se empeñó en hacer su testamento espiritual para los salesianos: la esperanza riega, la seguridad diseca.

Valdocco era un barrio de Turín de pequeñas casas, pequeñas ventanas con ropa de niños y grandes soledades.

Llamaban a la puerta del Oratorio de San Francisco de Sales y todas las escaleras se llenaban de cabecitas traviesas y taladraban de miradas menuditas el rostro de los visitantes. Eran los chicos de don Bosco que, curiosos y amigos, vigilaban la vida del santo.

–   Todo Turín está incendiado –susurraban los salesianos– tenemos, don Bosco, la primavera encima. Los chicos saltan, juegan, corren… ¡Tenemos la primavera encima, don Bosco!

Trabajado por la enfermedad don Bosco se consumía.

Don Bosco pasaba de primaveras.

Enfilaba el 1888.

Y así, como la fruta lleva dentro su hueso, su pepita, su semilla, don Bosco llevaba vivida su muerte.

Las voces oscuras y las voces claras se alejaban, cumplían distancias, pasaban zonas de luz y de sombras. Quizás las de los centros de París, Trento, Madrid.

Madrid, la voz clara de Lastres punteaba con pinchos de sonidos, cada vez más espaciados y perdidos la Escuela de Reforma perdida.

La paz ya no estaba en el sillón de cuero frailuno ni en el lecho resignado de un fundador.

El viaje de la vida duraba todavía.

Todo parecía un olvido blanco y simple. Todo un balanceo abnegado e inocente.

Toda aquella Ciudad de los muchachos velaba armas.

–   Don Bosco se muere.

–   Don Bosco se muere.

En el vaivén de aquella cama se iba consolidando la vida de cincuenta y siete casas de salesianos y cincuenta de salesianas, también cincuenta y siete distancias, cincuenta y siete miedos, cincuenta y siete amores, cincuenta y siete esperanzas.

–   Yo os bendigo en el nombre del Padre…

Qué manera tan dulce e insospechada de morir.

–   Decid a mis jóvenes que les espero en el paraíso.

El 31 de enero de 1888, fijando don Bosco sus ojos en la blanca soledad del muro, nunca más pudo volver a mirar en torno. La muerte, que le vigilaba como a su presa los milanos, cayó sobre él para despedazarlo.

 

LAS MURALLAS DE MIS ESTABLECIMIENTOS

La ciudad de Madrid no hablaba de otra cosa: el Teatro de Variedades, emplazado en la calle Magdalena y unido siempre a la zarzuela había desaparecido, pasto de las llamas el 26 de enero de 1888.

Lastres no tuvo tiempo de lamentar el suceso.

Era el 12 de marzo de 1888.

Desde el mirador de su cátedra, en el Ateneo de Madrid, miraba y remiraba a su auditorio.

Había llegado el momento de apostar una vez más por don Bosco.

–   Señoras, señores, confío en vuestra benevolencia.

Los ateneístas captaron la unción del cubano, al que admiraban por su prodigiosa intuición, a la que unía la capacidad de relacionar cosas y personas que estaban muy lejos entre sí, pero a las que él detectaba una invisible ligazón.

–   Muerto don Bosco, se inicia la hora de la justicia.

Lastres tenía leyenda y carisma. El silencio era expectante.

–   Don Bosco era un ser tan extraordinario, que tenía tal influjo sobre la juventud, transmitida a sus salesianos, que el fenómeno se reproduce donde quizá que se encuentra uno de estos establecimientos.

Después de ahondar en la sintaxis carcelaria de la que era un experto, con el clima del instante, el calor del momento y el ardor de su palabra, recordó la visita que Manuel Silvela y él hicieron juntos en busca de los salesianos para la Escuela de Reforma de Santa Rita así:

–   Necesito a sus salesianos para nuestra Escuela de Madrid, y he pensado.

–   Un buen pensamiento el suyo –atajó don Bosco.

–   Santa Rita, señor abate, será así el mejor correccional…

–   ¡Ah, no, no, no! No puedo, no puedo aceptar: las murallas de mis establecimientos son las calles.

Francisco Lastres, estudioso y gozador de libros, pero a la vez hombre de resultados, no creía mucho en eso de arrastrar estatuas de nadie, sino que le interesaba, sobre todo, asomarse a los traspatios de la vida y ahora, ya muerto el santo, le seguía interesando sorprender a los salesianos por las calles del mundo.

¿Por qué no por las calles de Madrid?

Ése había sido uno de sus trabajos, su subasta, su acarreo.

Si don Bosco no salió limpio del contacto con Lastres, como quien sale de un bautismo, para Lastres las visitas a don Bosco fueron como un nuevo camino de Damasco.

El ilustre diputado cubano había entrado en la prensa oficial, en la prensa católica y apolítica y en todos los inventos madrileños de comunicación. Pero don Bosco seguía en la periferia geográfica, ideológica y social de Utrera, Sevilla, Sarriá o Gerona, esperando el momento de instalarse en el corazón mismo de Madrid.

 

DON BOSCO FUE UNA ROMERÍA

El Ateneo científico y literario de Madrid se fundó en 1820.

Atenido a su propio sistema de ideas y creencias, hasta el día de hoy, por él pasarán los hombres de letras y de ciencias más representativos del país.

Si miro los hombres de la generación de Lastres, veo a los barbudos políticos del Congreso y del Senado, Romero y Robledo, Manuel y Francisco Silvela, Segismundo Moret, Práxedes Mateo Sagasta, Luis de Martos y Fontestad, Marqués de la Vega de Armijo, Conde de Toreno, Manuel Alonso Martínez, Montero Ríos, frecuentadores de tertulias y hombres voluntariamente envejecidos por la barba, las gafas negras y caídas y una conversación a media voz.

–   No voy a hablaros del don Bosco escritor fecundo.

–   Para mí don Bosco fue un privilegio del cielo.

–   Para mí don Bosco fue una romería con fines claros: traerlo a Madrid.

–   Con don Bosco hay redención del chico encarcelado.

Lastres llegó al Ateneo, acompañado de una amplia representación de chilenos y argentinos. Quizás el cubano en sus ojos adivinaba las aventuras de los primeros salesianos en la Pampa y en Patagonia, quizás.

La fe ciega de Lastres en aquel palomar de Valdocco se había ido confirmando de tarde en tarde, constante y perseverante, con cartas zureantes del santo.

Las cartas de don Bosco, como venidas de un palomar abierto, crecedero y en expansión crearon falsas expectativas. Pero había llegado la hora de que los salesianos vinieran a Madrid.

–   La verdad sobre don Bosco no la tiene nadie –dijo Lastres–, y la verdad sobre nadie tampoco. Y, menos que nadie, yo que fui su amigo.

Chilenos, argentinos, y amigos del Patronato de la Escuela de Reforma de Santa Rita, allí presentes, le miraban ahora de costadillo, como viendo venir alguna indiscreción.

–   Tengo la seguridad de que si hoy algunos periodistas me honran con su asistencia aprovecharán la oportunidad que les ofrezco para remediar su silencio sobre don Bosco y su obra.

Toda la conferencia del 12 de mayo de 1888 de Lastres consistió en lirificar la figura del pedagogo, de su sistema pedagógico, de los resultados sobre los muchachos en diversos establecimientos y su papel redentor en las cárceles, para seguirle buscando así un futuro en Madrid lo antes posible.

–   No creo que los salesianos jueguen al escondite con nosotros.

–   Con don Bosco lo teníamos mejor. Quién sabe si con su sucesor Miguel Rua…

Lastres, hombre de muchos prestigios y recatado en el tema de las cárceles, vivía entre la nostalgia de don Bosco y la nostalgia de los micos de El Saladero, puerto seguro de miserias.

 

LOS MILAGROS HAY QUE FABRICÁRSELOS

–   Señor Lastres, ha hecho usted mucho por Madrid, demasiado por los micos y por la Iglesia. No será la Iglesia quien le corte el camino.

–   El señor obispo es un hombre agradecido y cariñoso al mismo tiempo.

–   Ha hecho usted mucho por todos, Lastres. Haga ahora algo por usted mismo. Llegue hasta el final de la Escuela de Reforma. Yo le ofrezco una salida, quizás una oportunidad.

A Lastres las palabras del obispo Sancha y Hervás le daban un lanzazo en el corazón. O quizás fuera el amor al instituto de Santa Rita, a los chicos marginales y delincuentes, a la chiquillería a la deriva, al sursum corda.

–   La locura la voy a hacer yo. Mandaré un sacerdote de la diócesis que se haga cargo.

Corrió el buen cura para hacerse cargo del correccional y se llegó a instalar en él junto con dos chavales: a uno de ellos lo sacó la policía, que le perseguía por no sabemos qué delito, y el otro se escapó. Al buen cura le patinó el cerebelo y abandonó el centro.

–   Señor obispo…

–   No me diga nada, Lastres. No nos dejemos devorar por la dificultad. Ya está en camino del reformatorio otro sacerdote, Segundo Olmeda.

Era como si Sancha y Hervás tuviera muchos corazones en el pecho, latientes como medallas de fuego. Olmeda, muy digno, muy puesto en reglamentos y maestros, iba y venía por Madrid, teja en mano, para visitar expertos, banqueros, políticos.

–   Hale, Olmeda, no se desanime.

Al poco tiempo Olmeda se había instalado, más o menos abrigadamente, en el miedo.

Cuando por aquellos días, surgió el milagro.

Luis de Masamagrell, el magnífico capuchino Luis Amigó, fundaba la Congregación de Terciarios Capuchinos de la Sagrada Familia, quienes aceptaron la oferta hecha por Lastres.

El 24 de octubre de 1890 firmaban los contratos y a finales de aquel mes los terciarios de Amigó se hacían cargo de la Escuela de Santa Rita hasta el día de hoy.

–   Los milagros existen, señor Lastres.

–   Sí, sí, existen, pero la verdad es que hay que fabricárselos.

Luis de Masamagrell, se ponía en pie y paseaba por la estancia. Era hombre grande, un poco encorvado, que llevaba con gallardía su edad.

–   ¿Qué piensa usted hacer, entonces, padre?

–   Pues lo que dice don Bosco, señor Lastres.

–   Y qué dice, padre Luis.

–   Echad un perro al agua, veréis cómo nada. Este es mi secreto.

Y los capuchinos poblaron para siempre la Escuela de trabajo y de futuro, echándose al agua del reformatorio hasta los dientes.

 

TESTIMONIALES ESTRELLAS FUGACES

1890 fue para Madrid un año testimonial.

Testimonial fue en la alcaldía Andrés Mellado y Fernández, que ejerció de síndico de la ciudad, entre 1889 y 1890, compaginando con su anterior amor y profesión, el periodismo, que ejercía, con acierto, en el Diario Español. Testimonial el paso por la misma alcaldía de su sucesor Cayetano Sánchez Bustillo, tan sólo un mes, como la de su sucesor Narciso Loygorri y Rizo, durante cuarenta días.

Alcaldes fugaces, estrellas fugaces.

Enero trajo a estos buhardillones del Madrid viejo la novela Pequeñeces del jesuita Luis Coloma. Mayo trajo en su día primero una mañana dolorosamente luminosa para toda España: la de la reivindicación laboral que, en Madrid, se celebró el 4, de la mano del mismísimo Pablo Iglesias.

Fechas fugaces, estrellas fugaces.

Porque el intuitivo Rinaldi había descubierto que Madrid se vendía bien en toda España, con monarquía o con república, no se daba paz por lograr aquí una fundación.

La ocasión la pintaron calva.

Marzo de 1890 trajo a Miguel Rua a España, acompañado de Julio Barberis, en visita de animación a Sarriá y Utrera.

Rua y Rinaldi formarían un eje que tendría que resistir muchos embates, muchas complicaciones.

Camino de Utrera, Rua y Barberis pasaron el día 21 de mayo en la villa.

Visitaron al cardenal de Sevilla, que se encontraba en Madrid, al nuncio Ángel de Pietro, al obispo de Madrid Sancha y Hervás y al vicario de la diócesis, que ya había estado en Turín y trabajaba continuamente para encontrar casa para los salesianos en la ciudad. Pero hubo más.

Penetrados los dos, Rua y Barberis, de la intensidad de su amor reconducido por Madrid, que era como una desesperación tranquila, visitaron a Manuel Silvela y a Francisco Lastres. Rua parecía una calavera barroca universal. Barberis desenfadado y alegre, saludaba a porteros y conserjes con garbo, explicaba a amas de llaves quiénes eran y ganaba para su causa afectos y ofertas.

Las conversaciones con Lastres y Silvela les trajeron algo puro y fustigante que les dio en la cara y les estremeció el pecho: los chicos de Santa Rita.

Eran ya las cuatro y media de la tarde.

Había que darse prisa en comer para coger a las seis y media el expreso de Andalucía, que llegaría a Sevilla a las siete y media de la mañana del día siguiente.

Y lograron salir en él para Sevilla y Utrera.

En carta posterior del 23 de marzo del mismo año a Piscetta, le decía Barberis:

–   Los intentos para aceptar Santa Rita quedaron en nada porque el Estado quería acaparar demasiado en la administración del colegio.

 

RINALDI EN CASA DE COS Y MACHO

El estanco de Sarriá, por supuesto, seguía consumiendo las pólizas a diario, porque el padre Rinaldi no hacía más que expedir certificados, presentar instancias, escribir Letras testimoniales.

–   ¿Qué va a ser ahora? –dijo el estanquero.

–   Ahora al ministro Romero Robledo.

–   ¿Cuestión de tribunales, don Felipe?

–   Cuestiones de leyes, de papeles, digamos.

Los salesianos en España, en 1893, eran 63, repartidos en cinco casas: Utrera, Sarriá, Rocafort, Gerona, Santander–Viñas y Trinidad–Sevilla. El espaldarazo del reconocimiento oficial de los salesianos por parte del estado era necesario.

El 17 de octubre de 1893 concedía su existencia legal por expediente que venía en tinta malva y letra  picuda, enjardinada de vejez y caligrafía.

Pero meses antes, Rinaldi había ido a buscar a la mismísima casa del obispo de Madrid–Alcalá, Cos y Macho,  la amistad necesaria para poner casa en Madrid.

Pasearon mucho, hablaron mucho y concluyeron mucho.

El arzobispo–obispo Cos y Macho igual que Sancha y Hervás, tenían un pasado cubano. A nuestra Isla Antillana se le buscaban en la península jerarcas de valía. Así empezó el padre Claret por lo pío y pastoral y así seguía ahora Cánovas del Castillo por lo político y centralista.

Cos y Macho sería para Madrid–Alcalá, cimiento del seminario de las Vistillas, asentamiento de religiosos y religiosas, de fecunda preocupación social, orador de muchos púlpitos y maestro vivo de muchos predicadores.

Madrid era ahora un aldeón católico, pero sin servicio de urgencias para la chiquillería del suburbio y los muchachos en flor, buscones de gresca y navajas.

–   Mi Superior General, enterado del deseo de vuestra Ilustrísima de tener una casa salesiana en la capital de su diócesis, me escribió manifieste a V.E. que, a pesar de encontrarnos cohibidos por falta de personal, tendrá presente tan buena disposición para realizarlo lo más pronto que sea posible. A 10 de abril de 1893. Sarriá. Felipe María Rinaldi.

Rinaldi, en España, ya se sabe que era una categoría total. Nunca la perdería, al revés, siempre la multiplicaría.

–   Que el que tiene una moneda, don Felipe, la cambia.

–   Y usted tiene monedas, Oberti.

–   Está por ver, don Felipe.

–   Pero don Bosco te dio muchas en Valsalice.

–   Está por ver, don Felipe.

–   ¡Ay, este país!

–   ¡Ay, este don Felipe!

3 Comentarios

  1. Cándido Rastrero Boada

    Interesante, Paco. Como siempre muy documentado y completo. Eres inmenso. Que no decaiga. Un. Abrazo.

    Y Ni

    Responder
  2. L. Fdo. Sáenz de Miera Pastor

    Una labor encomiable llena de cariño, «salesianidad», y llena de rigor histórico, Paco.
    La llegada de los salesianos a España, como a los distintos países del universo, fue siempre un aire fresco. Razón, Religión y Amor… Qué mejores pilares para continuar la obra del GRAND. BOSCO, y los salesianos.

    Responder
  3. Francisco Javier Alonso Vázquez

    Una vez más Don Francisco nos narra un acontecimiento histórico, con ese sello tan personal, minucioso y documentado. Personalidad de escritor y celo de historiador que son acuñadas en los párrafos, en las líneas y en las frases de este texto redactado con amenidad, verosimilitud y rigor y con esa sutileza y esmero tan inherente al tenor estilístico de Don Francisco. Se trata de la composición historicista de un hecho de relevancia para la Iglesia Católica: la llegada de la orden religiosa de los Salesianos a la ciudad de Madrid. En este caso, a una urbe que había sufrido los estragos de una epidemia de cólera y había dejado su rastro de mortandad, dolor y penurias en los estratos más humildes de esta ilustre villa. Y deseo constatar que la orden salesiana enderezaba su acción a paliar este flagelo, con abnegación y sacrificio, entre los niños y jóvenes por ser los que más habían padecido su estigma. Con este texto, se pone de relevancia que la Iglesia Católica siempre obra en aras a evitar los males que afligen a la sociedad centrándose en el auxilio y socorro de los más desfavorecidos y depauperados. Mi enhorabuena a Don Francisco por recrearse en este hito de la orden Salesiana y deleitarnos con esta enjundiosa composición.

    Responder

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