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Andalucía
Al paladar de Juana Delgado se pega
una eucaristía consagrada al camino, al viaje
se le humedecen los labios al mirar
a Antonio, su hijo, y con el corazón en llamas
golpea sentimientos sobre la sed y el polvo
de fuego.
Las caliptras, dispuesta en hileras radiales,
a lo largo de la Mezquita de Córdoba,
despuntan quebrantando las columnas. Tantas.
Cientos.
En el patio de los naranjos
duelen las cicatrices cosidas a puntadas
en el alma,
cuando hay que retirar los muebles
y marchar a Sevilla,
junto al marido militar, Pedro Francisco Casado,
ayudante del teniente general Castejón,
después capitán general de Sevilla.
Cuatro años explosiona el parque de María Luisa,
la magia del jardín de los poetas, a los pies del Hotel Alfonso XII,
la quietud blanca del barrio de Santa Cruz y la placita de los canónigos,
y la placita de Elvira
y el vagar sin rumbo por las naves de la catedral
o entre las ruinas de la inteligencia de la Hispalense
o del descubrimiento de América en el Archivo de Indias.
Aún así, Juana Delgado y Pedro Fco. Casado, transformados,
tienen que descorchar la luz de Andalucía
de prisa
cuando la niebla esparcía su ceniza en el viento cálido
del Guadalquivir.
Sin precisar en qué momento sintieron aflojarse
el nudo corredizo de la magia del Gran Poder, la Macarena,
o la Esperanza de Triana o de la Feria de Abril,
“su mundo” salta en mil pedazos.
Hay que dar cuerda al corazón, capaz de arrebatarte las certezas
o de afianzarlas desconsoladamente porque su vida
pertenece a este solo instante, fuera de Sevilla ya.
Nada pesa más que Andalucía. ¡Ay!
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Madrid
Antonio Casado Delgado se va a hacer muy pronto a Madrid
y lo irá haciendo con una biografía alborotada.
Con el tiempo se distinguirá por vivir tanto
(y tan a la vez),
que para contar quien es hará falta empalmar
dos o tres bobinas de vida, como sucedía con las películas de antes.
La deuda de Juana Delgado y Antonio con Madrid
será grande, bastante grande.
Pero ellos jamás piden cuentas a nadie.
Ni dejan pagar a los más jóvenes
ni trastean dinero con una tarjeta.
Incluso la rutina en el Paseo de Extremadura
–Paseo de los jesuitas nº3–
es plácida, sosegada, enriquecida.
Los años compartidos con su padre Pedro Francisco parecen una
esfera casi perfecta. La memoria es capaz de concentrar
su patrimonio en un trabajo, en un contorno, en un instante,
en el progreso brillante de una democracia parlamentaria.
Hay planes. Hay proyectos. Hay perspectivas.
Es fácil lograr vínculos.
Tras varios años viviendo en Madrid aprenden
“con dedos de arriero”
o de La Alcarria, o de Extremadura, o del País Vasco,
que un “madrileño” nuevo siempre habla en serio. Aunque bromee
y mucho. Aunque fiestee y jaranee. Y tiene la eterna herida
abierta de preguntar y preguntar cosas.
Mamá Juanita lleva a su chico a Salesianos-El Paseo,
donde hace la primaria y secundaria.
La paciencia de estos educadores es providencial.
La educación es espera.
Esperar evitando la quietud. La quietud aquí no es templanza,
sino audacia, arrojo, “movimiento”.
Todo importa. Y en eso consiste el estudio, la disciplina,
incluso la alegría. Hasta la santidad.
“Nosotros hacemos consistir la santidad
en estar alegres”,
dice el chico santo de los salesianos, Domingo Savio.
Parte de la familia Casado Delgado en este viaje por Madrid
quedará vinculada a las familias del Paseo: los Sánchez Mingo,
los Rojano, los Madera, los Dávila, los De la Fuente, los Leiva.
Tendrán que salir para Cádiz
y por ellos no brillara ni el Viaducto
ni los puentes sobre el Manzanares repletos de candados,
con los pies heridos del camino.
El destino en la penumbra.
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Olivos
Sin embargo, Mamá Juanita y Antonio quieren ser pródigos
hasta morir
como los olivos andaluces.
El pasado de camino y pérdida,
inhóspito y desolado a veces devasta su ternura,
mientras el hijo se corta las manos entre las fieras de la vida.
Escarba entonces los restos del idioma extinguido.
Sabe que el amor es tantas veces regreso
y vuelve a su Andalucía,
donde en 1993 le ordena de sacerdote San Juan Pablo II.
Robustecido con los sacramentos en la catedral de Sevilla
extingue sangres que bracean entre las venas
y algo se quiebra en la mirada de Mamá Juanita.
Ella, la madre, tiembla entonces como fugitiva,
entre Cádiz y Córdoba,
mientras el hijo clava su daga con el filo oxidado
del adiós.
Arrivederci Roma! Arrivederci Italia!
–monseñor Antonio Ceballos por medio–
Arrivederci Guinea Ecuatorial!
A ella la llevaron más allá de los lugares,
más allá de los días,
más allá de la nieve azul,
más allá de los desiertos dorados.
Cerca de diez años, antes de que el hijo pudiera darle un beso.
Con balanza de precisión,
pero también con la romana de la fecundidad
descorchan luz, más luz,
en la Costa de la Luz
madre, hijo y nieto Juanito.
“Así quiero ser yo, como este olivo, pródigo hasta morir”,
escribe José María Pemán;
Mientras Antonio con la voz arrugada
abre el mar océano para el camino de la madre
cercana y acompañada
en Algeciras, El Colorao, Barbate, Vejer…
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Vejer de la Frontera
Y, en fin, Vejer
para hablar así desde el centro de la tierra gaditana
desde la parroquia del Divino Salvador,
clavando las maderas donde nace la dicha
de las almadrabas,
lanzando palabras sosegadas,
que hieren los corazones y convencen a los hijos
del océano.
Llegar al lugar sagrado desde Fernando III el Santo,
a la casa en Vejer, tranquiliza,
se deja de ver el mundo,
donde sólo se ven programas basura en la tele,
programas de asesinos en la tele,
programas de autopsias en la tele,
programas de labios como espadas en la tele,
los platos sin fregar,
las alcobas sin barrer,
la ropa sucia sin lavar,
el jardín sin regar.
Tan sólo queda un prolongado alarido
como si el viento terral estuviera encerrado en una cárcel
para empujar con Antonio las lágrimas del mar.
Con Mamá Juanita se extingue la inocencia
que había en su mirada,
el modo en que vio los ojos
clavados en los patios cordobeses
en las buganvillas del barrio de Santa Cruz de Sevilla,
en los geranios de los balcones de Algeciras,
en las enredaderas del castillo de Medina-Sidonia,
y hasta los bonitos colores del pescado podrido,
helado de reflejos,
a un ir y venir de pescadores y laberintos de barcas.
La madre extiende el tiempo para el hijo y el nieto,
les cierra los ojos transparentes y dice:
– Juanito, ya te acordarás de tu abuela. Ya verás.
Seguramente nadie te ha querido tanto como yo.
Y Antonio, Don Antonio Casado, añade:
– “No voy a tener nunca miedo.
Quiero morir contigo, madre… Querría matarme…
Ahora que estás muerta, no me vayas a salvar”.
Los dos sólo pretenden olvidar recordando,
de hinojos junto a la tumba de Mamá Juanita.
Emperadores hay muchos pero Tiziano solo hay uno…le dijo Carlos V al Veneciano…lo mismo digo yo de Paco de Coro…es un artista… gracias profesor de Artes.
Qué arte..!