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Confidencias
Aquel día de julio y de cansancio
olfateo los calores próximos detrás de la curva breve
del día de sol.
Olisqueo el calor amigo del cercano agosto,
mientras Juan María Morillo me lleva en coche
junto a su señora Rocío, a la estación de San Fernando.
El sol me daba también su vuelta de despedida
por los prados números y alargados hasta el horizonte.
Birlo algún olor al aire detenido.
Juanma abre mi ventanilla.
Mi aliento apelmazado resopla como un silbido.
Nuestro corto viaje va a ser la minuta de un recuerdo.
– Pues nos vemos en breve.
– Las fiestas de la Virgen de la Oliva están al caer.
– Es mi primer año como Hermano Mayor, ¿sabe?
– Todo irá estupendo.
– Yo quise ser cura, padre. En mi época todos queríamos ser cura.
Conduce con seguridad y habla con nostalgia.
– Estuve un par de años en el seminario. Me podían los estudios.
Extraje lecciones para toda la vida. No sirven para reparar nada,
solo para avanzar.
– Hemos vivido del campo y para el campo, ¿verdad Rocío?
– Las tierras nos han sostenido y el ganado.
Un viento que desarzona entra por mi ventanilla.
Miro a la derecha, en lo alto el desbarajuste infantil de las nubes.
Se me ocurre la idea de que mis dos acompañantes están compuestos
de vida precedente y caduca. No sé.
– Un hombre, padre, es lo que ha cometido.
Si lo olvida, es un vaso puesto del revés, un vacío cerrado.
Juan María hablaba y hablaba “de la seda fría y violeta del río”,
(Hierro), del río Barbate.
Rememoramos los días pasados en Madrid,
cuando los dos vinieron al Senado a la presentación
de mi libro “Martínez Izquierdo, Senador, Diputado y Primer Obispo de Madrid”.
Cogí al vuelo algunas de sus confidencias,
y me acerqué a algunos de sus secretos.
Vinieron a mi encuentro noticias de la cofradía
de la Virgen de la Oliva.
Los escruté entornando los ojos,
entre nosotros se había producido un acercamiento,
una sorpresa, una carantoña, una confidencia:
¿cómo?
Un ancla había sido echada en mi garganta.
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Nada
Amigo Antonio:
Se debe saber con los ojos, con el miedo quizá,
con el estómago vacío, aunque aúlle,
no con los oídos, ni con los libros, ni con los cuentos.
Teníamos siete u ocho años, nos pisaron como a olivas,
y cómo las olivas no hicimos ruido,
aprendimos a no hacer ruido.
Non in conmotione Dominus / Dios no está en el ruido.
Nunca.
Aprendimos a desconfiar de quien lo hace.
Aprendimos a ver en la tiniebla de las calles
de Legazpi, Lavapiés, Embajadores, Delicias… Bien.
Aparcamos.
Subimos por los ascensores a los andenes de la estación.
Con los trozos de confidencias que me hacía Juan María,
conseguí hurgar dentro de la nada.
Hay nadas que ya no se apartan nunca.
La sencilla nada curtida del labriego
se me hacía cada vez más profunda,
cada vez ya más lejana.
Llega el AVE directo a Madrid.
Nos abrazamos y nos emplazamos para la Virgen de Agosto.
– Hasta la Virgen.
– Hasta pronto, hasta la novena.
– Nada, nada, hasta pronto.
Ya en la plataforma del vagón.
– Gracias por todo –chilló mortificante.
Busco el maletero del vagón. Dejo mi “travelling bag”.
Avanzo. Miro. “A ver”…
– Ya, buenas tardes señora.
Y me siento en mi butaca-pasillo.
– “Qué bien. Así puedo estirar las piernas.
Se lo recalqué esta mañana a la señorita de Viajes Vejer”.
Me repantingo y me adormezco.
“Qué quieres saber, hijo, tú has venido al mundo
cuando ya no había nada, ni italianos, ni “checoslovacos”,
ni rusos, ni… tú solo has visto a la “guardia mora” en sus
caballitos por la Castellana, contrabando por Legazpi,
mercado negro en las estaciones de Metro…
Aunque te hablara hasta mañana, tú no puedes saber nada,
de cómo fue la guerra que he vivido”.
Y a mi padre Román se le hizo un nudo en la garganta
y ya no podía continuar”.
Acurrucado en el asiento, empiezo a “sangrar vida”
“al otro lado del océano de los años” (Hierro).
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Socorro, “la farma”
“Siempre que oigo decir nada,
esta palabra no es cierta, no la saben decir.
No la sabemos decir,
no saben qué es la nada, mi padre sabía
y lo sabían esas mujeres –tantas– de posguerra.
Tristeza, belleza, tierra futura, con tantos bebés perdidos,
página abierta de la pena,
amor profundo de las almas que marchan juntas
“hacia el mismo nido caliente” (Hierro).
Sin espíritu de encuentro y de conocimiento
hacia los viajeros pretendía pasar el viaje. O sea.
Pero…
– Señor, me permite.
– Claro, faltaría más.
Un poco alelado, me ladeo y puede pasar.
Primero con pasos rígidos, luego ágiles, luego corre.
Observo sin diana precisa.
La señora lleva una bolsa grande de plástico.
Con gesto simpático ofrece a doce pasajeros
un sándwich, una bebida y una fruta.
No me había percatado de que ha había visto
para hacer una pausa viene a sentarse a mi lado
de nuevo.
Se seca un velo de sudor con el dorso de la mano.
Se vuelve hacia la ventanilla.
Yo también.
Se disuelven los sonidos de la tele allá en lo alto.
El tiempo que deja arrugas en el paisaje
se refleja en mi frente –caedizo, maculado–.
Meriendan todos sin dejar de mirar su móvil.
Unos se apoyan en la música, otros en los games,
otros en las pelis, otros…
Ella vuelve a pasar y recoge la basura de todos.
Sabía quiénes eran en medio de los otros,
quienes eran los suyos. Los otros doce y ella trece.
La música se alejaba, al final era superada por el traqueteo
del tren y entonces pude pronunciar:
– “¡Oleeee! ¡Enhorabuena, señora!”.
Debí mirarla con aire pasmado, inocente y viejo,
ella apretó los labios, tragó en seco.
“¡Vaya una gran madre, de las de siempre!” –añadí.
La veo volver hacia el fondo del pasillo,
con pasos lentos, sin prisa en su fuga.
– Perdone, la he visto servir, ofrecer, recoger,
para volver a retirar los desperdicios.
– Escuche, no se incomode, soy un cura católico de los de siempre.
Vaya familia que tiene usted. Enhorabuena. Son los doce… ¿no?
– Sí, pero ninguno me ha dado las gracias…
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Maricarmen, “la mamma” de Cádiz
Se vuelve a sentar a mi lado.
Retomamos la conversación precisamente en los suspiros anteriores.
– Me llamo Francisco –Paco– soy salesiano.
– Yo Socorro, soy Farma.
Tengo una Farmacia en Cádiz: “El Palillero”.
Delante de nosotros, los doce de la familia, vuelven la vista,
de vez en cuando.
– Mis hijos son esos dos últimos, en los asientos de la derecha.
El mayor es surfero y el pequeño, el de la ventanilla, quiere serlo.
Siempre tiene algún ejercicio pendiente
y se nos hace tarde en la playa, uno junto a otro,
de cara al mar, mientras la luz comienza a extinguirse
entre las manos.
Tenemos la lenta conciencia de haber nacido
en una ciudad marinera, la mejor.
– ¿Y la señora que encabeza el grupo?
– Es mi suegra, Maricarmen.
Nos ha invitado a todos unos días a Noruega.
– La verdad parece todo un brazo de mar “La mamma”.
– Y lo es, créame, hasta yo tengo su sangre,
no tengo más remedio, sino no me perdonaría.
Es verdad, hay un cuarto de sangre de Maricarmen
en cada litro de la nuestra, aunque yo nunca la he sentido moverse.
Se ha disuelto totalmente en el mejunje gaditano.
Se cambiaron de asiento.
No consigo fingir que no pasa nada.
Le pregunto quién es. No quiere decírmelo, me toma el pelo.
Luego con una carcajada admite que es Maricarmen,
la dueña de La Marina, en la Plaza de las Flores, de Cádiz.
– Allí, pater, tiene usted su casa.
Qué digo en el Hotel La Compañía.
Pero, pero…
Enseguida me cuenta la historia de los jesuitas en Cádiz, y de los capuchinos,
y de los salesianos. Me transmite el gusto por el valor individual,
la historia de Cádiz (la libertad, nada menos, la libertad de toda España,
la primera Constitución de 1806, la “Pepa”).
Es desenfadada. Toma en serio lo que hay que tomar en serio.
Es una rareza valiente. Una ventaja formidable tenerla por amiga.
Y así, y así, vamos llegando a Madrid-Atocha.
Es posible tomarla como ejemplo.
La suya es una elegancia de sangre mezclada,
que resplandece durante muchas generaciones.
Sus hijos, sus nietos, los doce gaditanos del vagón
tenían rastros del logrado cruce entre inconformistas
a fuerza de temperamento y audacia,
con la espuma del rápido crecimiento en las playas
de la Costa de la Luz.
No es fácil para los de fuera calar y calcar el alma gaditana como lo ha hecho Paco en este artículo. La trimileria Cádiz está en los gaditatos de Cádiz Cádiz como estas dos gaditanas de pura cepa….viva cai…y la virgen del Rosario