Joe Biden ha devuelto a la escena internacional no solo a la OTAN, sino también a San Agustín.
Si con la llegada del demócrata a la Casa Blanca para definir el futuro de la Alianza, los ministros de Defensa aliados celebran ya la primera reunión, ¿por qué no aprovechar esta oportunidad única de revitalizar la figura de este pilar de la Iglesia?
En este caso, la película sobre San Agustín merece ser proyectada en una sábana grande, tan grande como el planeta. Así, durante un par de horas -que es lo que suele durar una peli- el brusco desplome de lo cotidiano no será un trauma sino una simple apnea feliz para escapar por un rato del guion de tener miedos o respirar tanta mierda informativa.
Mira, Javier, siento un desplazamiento del alma, algo así como el ensanchamiento de una llanura, en algún lugar -no sé, La Alcarria, La Mancha- dentro del espeso bosque de la tranquilidad del Alto Tajo.
Aquí y ahora, cada loco se encierra en su capilla, y cada capilla moviliza a sus maniqueos. ¿No ves los debates en el Congreso y en el Senado? Son auténticos derbis de injurias. Pierde agresividad el virus, pero no la gente, ni los juristas, ni los cachorros de la Kale Borroka.
Me apetece revisar mi San Agustín.
Nació en Tagaste, Numidia, una ciudad donde había un mercado de leones, año 354. Murió en Hipona, año 430; donde llegó a ser obispo en el 395. Estuvo siempre dispuesto a la batalla nuclear de decirle al lucero del alba lo que pensaba, arrasando por igual ánimos endebles y vanidades de hormigón.
Hace mucho -por 1966-, siendo yo estudiante de Teología en Salamanca, leí sus Confesiones con cierta cautela. La autobiografía es una de las asas a las que se puede agarrar un lector para amortiguar los mensajes difíciles de la realidad. O complicados. Cada uno tiene los suyos.
El acierto de sus relatos es parecerse a la vida de tal manera que la vida puede ser otra cosa sin necesidad de contratar una mudanza. Que no se trata de cambiar de casa, ni de sede, ni de lugar, sino de uno mismo por dentro. El acierto de Confesiones, no hay duda, es su propuesta de posibilidad, de camino para otros. Son auténticos exámenes de conciencia.
Amigo Javier, Agustín, en una carta que envía a Darío, su amigo, le pide que reciba sus sinceras Confesiones para que nadie se crea lo que dicen de él los demás, sino lo que dice él de sí mismo.
Los turbulentos saboranolas de siempre quieren reventar el jamelgo de cualquier historia. Más de los que no consiguen ni doblegar ni enderezar ni influir.
Lo que a mí más me sorprende de las Confesiones es su modernidad, digamos, freudiana. Llega a acercarse a la mismísima angustia del destete: “Yo mismo -dice- he visto y he experimentado a un niño de pecho, que aún no sabía hablar, y tenía tales celos y envidia de otro hermanito suyo de leche, que le miraba con un rostro ceñudo, y con semblante pálido y turbado”.
Qué duda cabe de que lo que Agustín quiere es fustigar la envidia y, de paso, como si nada, hacer psicoanálisis. Bueno, vale ya.
Pero volvamos a Joe Biden.
Vivivmos tiempos en que progresan los ignorantes y los necios. Cada uno tira sus pedruscos y sus adoquines a quien puede y como puede. El caso es provocar. Todo esto ocurre porque se está agotando un sistema al que le faltan defensores natos en las instituciones, escuelas, familias y se desprecian los cauces de convivencia.
En su medida, Joe Biden es un latido del tiempo.
Después de asistir a la santa misa, inicia su discurso de investidura así: “Hace muchos siglos, San Agustín, un santo de mi iglesia, escribió que un pueblo era una multitud definida por los objetos comunes de su amor. ¿Cuáles son los objetos comunes que amamos como estadounidenses, lo que nos define como tales? Creo que lo sabemos. Oportunidad, seguridad, libertad, dignidad, respeto, honor y, sí, la verdad. (Aplausos). Las últimas semanas y meses nos han enseñado una dolorosa lección. Hay verdad y hay mentiras dichas para obtener poder y beneficios. Y cada uno de nosotros tiene un deber y una responsabilidad como ciudadanos, como estadounidenses, y especialmente como líderes, líderes que han prometido honrar nuestra Constitución y proteger nuestra democracia”.
Seguro, Javier, que Biden es un buen presidente.
¿Por qué es católico?
No, porque cree en Dios y porque queda ya definido por los objetos comunes de su amor, arriba indicados (“Ama y haz lo que quieras”) y la energía estimulante o demoledora depende de las circunstancias de su fe y de su “hombría de bien”.
“Llegué -dice San Agustín– a la ciudad de Cartago y por todas partes me veía incitado a amores deshonestos”.
Sin duda, era un guaperas, un fardón, un chuleta, al estilo Lavapiés de Madrid, Las Ramblas de Barcelona o El Barrio Latino de París.
Entre tanto buscavidas, a mí me parece atractivo y majestuoso por calavera (por favor, destierren esas estatuas de barbas y bigotes, coronadas con mitras puntiagudas a lo Greco); tuvo un bebé con una concubina, pegó el braguetazo con una de las damas más ricas de la City y su propia madre, una santa, lo tuvo que echar de casa por golfo y maniqueo.
¿Maniqueo?
¿Maniqueos?
Abrevio.
Los bolcheviques del siglo IV, los conspiradores del sofisma y de la sonrisa, los antitodo y “contratodos” por sistema, medio cristianos, medio zen, medio hippies del 68 o perroflautas del 2022; forrados de pasta -ellos o sus padres-; partidarios de todas las igualdades, de todos los reinos -el humano, el animal y el vegetal-; creyentes hasta el trigémino del influjo de las estrellas sobre los cuerpos y de los cielos sobre las almas y entregados más, muchísimo más, a la fuerza del apetito que de la razón.
Sin otra alternativa que devorar a los demás, empuñando los signos del Zodiaco -que nosotros colocamos al final de los periódicos como cobertura benéfica- en pleno siglo IV se adivina su ruina, además de un futuro sucio. Con las palabras, según los griegos, la mente tiene alas, pero en este caso sus esperanzas volaban muy bajo. Querían escribir su historia, mutilando la de todos.
“Soberbios”, los llama San Agustín, por extravagantes, carnales, charlatanes, parlanchines. A lo que añado, catacaldos, malandrines, “métome-en-todos”. Desconocían aquello tan sabio de mis maestros de posguerra: “No te metas en dibu / ni en saber vidas aje; / que en lo que no va ni vie / pasar de largo es cordu “/. “En sus lenguas -añade el santo- estaban ocultos los lazos del demonio con lenguas ocultas”.
La grillera de los maniqueos y sus tertulias -mitad cristianos, mitad budistas, mitad supermodernas y progresistas- lanzaban a quemarropa sus ocurrencias inflamables, mientras anunciaban a cada minuto un fin del mundo en cada esquina.
Pero el sol de Dios se alza en cada amanecer.
El sol de Dios irrumpe limpio y cortante. Basta abrir una rendija para que penetre y genera el momentazo superior en el hombre: su Ilíada y su Odisea: el reconocimiento de que Cartago está poseído por los enemigos del hombre: el mundo, el Demonio y la carne, “con sus pibas nazis, sus youtubers andorranos y su rapero Hasel” a su manera, que esos son los protagonistas del cómic de nuestra actualidad… y de casi siempre. Nihil novum sub sole (Nada nuevo bajo el sol), que ya decían los sabios romanos antes de Jesucristo.
Ya obispo de Hipona, donde morirá, abomina, quema, pisotea, despotrica, hasta calumnia a los que le habían comido el tarro. No es que fuera peor por maniqueo, no; tan solo estaba existiendo sin pulso, o con otras pulsaciones. Nueve años de extravagante golferas y después de maestro de retórica – pico de oro, crisóstomo- en Cartago, Roma o Milán y de tantos miedos, disfrazados de altanería, pueden desbordar cualquier persona y cualquier lugar por falta del todo. Incluso de San Agustín.
Amigo Javier, mi oficio consiste en narrar, es decir, en elegir. Primero te destaqué mi ‘San Agustín, “niñato pijo y calavera”’, en breve, y ahora con la foto del nuevo presidente de Estados Unidos lanzo lejos de mí y de buen grado todo lo que no sea el movimiento con el que Joe Biden se colocó mejor en el atril el día de su investidura, cambiando el peso de una nalga a la otra e, inclinándose apenas hacia adelante, dijo lo que quería decir y que de hecho dijo, pero en forma no habitual, es decir, con torrencial y brillante locuacidad.
Dijo que un pueblo es una multitud definida por los objetos comunes de su amor. Y aclaró, directo e imparable, que los objetos comunes de los americanos son la oportunidad, seguridad, libertad, dignidad, respeto, honor y verdad.
Con tino se advierte esa “libertad, igualdad, justicia y pluralismo” de nuestra Constitución de 1978, asediada durante largo tiempo por la conspiración de la pólvora y de memorias picardeadas por dinero.
Oye, Javier, San Agustín instituyó las órdenes religiosas. Fundó un convento y murió durante el asedio de los vándalos al Imperio Romano.
Hay un olivo en Tagaste, hoy Souk Ahras, que él plantó. Me lo han contado. Fue siempre inconscientemente maniqueo. Lo intuyo.
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