MARÍA AUXILIADORA DE SALESIANOS-ATOCHA
Amigo Javier:
El mensaje de que Madrid se prepara, a pasos agigantados, para ser el club náutico de las fortunas de medio mundo está calando por doquier. Pero es que además, el registro de la propiedad viene a confirmarlo. O sea.
Por otra parte esa vocación espléndida se nota en la cantidad de empresas, chiringuitos pantalla, fondos aves de presa, que adquieren lonjas, casas o edificios enteros a destajo en algunas zonas de buen timbre. Pero me temo que todavía Madrid es la expresión pura del azar ingrávido del mercado laboral.
¿No te parece que la credencial de la mano de obra es bastante invisible, maltratada, precaria?
Yo escucho la vida de Madrid en la infame negrura de la vida de mi barrio: la calle de Atocha, las Rondas, Santa Isabel, Embajadores, Argumosa… Suceden demasiadas amenazas en cualquiera, capaces de echarlo todo a perder (sin calefacción, con la luz apagada, sin llamar por teléfono), reduciendo la existencia a despojo disgregado.
El milagro, oye amigo, es que las cosas finalmente salen, una y otra vez. Y, sin embargo, jamás hay garantía de nada. Creo que no estamos preparados para ser aquello que todavía no sabemos ser.
Surqué el Madrid de posguerra, enjaulados los ojos: primero en el Grupo Escolar Miguel de Unamuno y después en Salesianos Atocha, azotado el rostro por la resignación, la intemperie y la valentía. Me fui dando cuenta que en la posguerra se aprendía a ignorar, a avanzar, a recordar con agonía, a que el nombre de mi padre Román, no retumbara como una culpa o como una herida y los de mi madre Nieves y mi abuela Mamá Nona como la voz con la que gime la llama de amor viva.
Mira, Madrid sigue siendo un poco el contenedor de nuestra propia suciedad, lo cual es un contrasentido, ahora que todo se tapa enseguida y lo antes posible y de cualquier forma. Lo mismo da la inmundicia política que informativa, la gastronómica que la publicitaria, la empresarial que la sindical. Los empleados del ramo no son responsables, amigo Javier. Estos partidos se juegan en despacho de escobas selectivas.
La verdad, pocas cosas importan al prisionero del tiempo. Son ochenta y un años. Sólo quiero estudiar los sentimientos de los que conmigo van, firme el pulso, erizada la capacidad de la palabra desde un relato vital y ávido.
Y llegaron los salesianos a Madrid.
Fue el 19 de octubre de 1899.
Era el Madrid de la calle y la protesta, el de la ira y la Deshecha, arrastrado por la resaca de niños y garzones humillados y desesperanzados. A la deriva.
La ciudad estaba sucia e incómoda. Dejada. Descuidada. Generosa en enfermedades, parados, emigrantes, dispersos, abandonados.
Lo que en 1893 había quedado en simple insinuación entre el arzobispo-obispo Cos y Macho y el beato Felipe Rinaldi, reventaba ahora en gozosa realidad.
Los salesianos Oberti, Luguera y Vega habían salido de Utrera para volver a disputarse la existencia con el suburbio de Madrid. Eso impone un intenso nivel de desarraigo, pues llegar al vagabundeo de la gran ciudad es salir a ganar el sitio, donde no hay sitio que ganar.
Ya en la estación de Atocha activan sus defensas. Unas de alegría. Otras de alivio. La entereza de estos tipos no está en la fuerza, sino en la resistencia.
Se disponen a tomar un camino, cuando la señorita Mari Paz Sánchez se hace la encontradiza cálida, sin tropiezos. “Les reconocí enseguida –dice– tan pronto bajaban por la escalerilla del tren. Los sacerdotes tampoco os podéis esconder en Madrid. Y que yo sepa en este momento sois los únicos en la estación”, comenta haciendo con los dedos un monóculo que se lleva al ojo izquierdo, aliñando el gesto con una risa cantarina de cuello ancho.
“Soy Mari Paz. Bienvenidos”, se presenta y extiende la mano derecha, que choca a cada uno.
Mari Paz, la primera cooperadora salesiana, mueve sus ojos rápidos por la cara de los tres, está de reconocimiento. Oberti le da tiempo y dice:
– “Qué fuerte es el olor”.
– “Es una especie de incienso que hace huir a los demonios”, precisa Mari Paz.
– ¡Estos trenes de carbón!
– Parece usted alguien que sabe muchas cosas.
Oberti lo niega: ni siquiera sé de qué lado de la rebanada se ha untado “el burro”.
– “¿El burro?”.
– La mantequilla.
Se ríen.
Ya los cuatro en el chalé de Zurbano 50 les sale al paso la sombra, invadente y protectora, de la estatua de María Auxiliadora que el mismo Oberti “había tenido buen cuidado –dicen las crónicas– en que fuera Ella quien tomara posesión de la casa antes que nadie”.
Suena bien.
Encaja todo bien.
La Virgen de Don Bosco despeja los pensamientos.
No es momento de seguir con los ojos la romería modesta de los tres pioneros salesianos en Zurbano 50. Las plazas sin nadie. El barrio sin nadie. La vida sin nadie. Un poco más allá el hipódromo. Seduce y espanta la perspectiva de empezar viaje en un chalé, rodeado de descampados. A este principio de apoteosis de lo peor le llevará tiempo hacerse sitio en Madrid.
Tendrán trabajo por delante antes de llegar a Ronda de Atocha 17.
El salto lo darán en 1901.
Quiero que mi resumen sea telegráfico, concreto y amable. Una simple corografía, amigo Javier.
Los tres primeros salesianos en Madrid parecen seres extremos. Por algún motivo acumulan misterio. La verdad, ninguna vida goza de una explicación completa, rotunda. Pero las de fundadores, menos aún.
Rondas.
Ronda de Atocha, de Valencia, de Toledo, de Segovia.
¿Por qué quedarse en Ronda de Atocha?
Porque en las Rondas hay algo muy incivilizado, una realidad sin nombre, donde no siempre se encuentra sitio. Y porque por aquí existen ejemplares humanos fuera de los moldes frenéticos y desmadejados de Lavapiés, La Latina, Sol, Prado, seres que se alejan progresivamente de todo y aún sienten un extraordinario amor por su pasado. También quedarse aquí para amortiguar el ruido vital de la Estación Madrid-Alicante-Zaragoza, hoy Puerta de Atocha.
El despertador avisa a las tres. La noche aún es fuerte. Oberti tiene el bolsón preparado. Desde la ventana la oscuridad no permite ver el río, sólo el contorno de un grupo de lavanderas. Quizá. Al salir deja la llave sobre una mesa situada estratégicamente en el acceso al pasillo de la capilla. Hace el mismo camino que ayer y que anteayer. A lo lejos se avista un mínimo temblor de luces llegando. Cruza los solares y calviteros atento a la confusión de sonidos raros que aumenta la noche.
La superficie del Manzanares está lisa.
La madrugada, inmóvil. A las cuatro y cuarto Madrid está por hacer. Según se acerca al río se aclara el contorno de unas lavanderas y otras y otras. Están lavando montones de ropa. Al verle unas se incorporan para saludarle. Deja en el suelo el bolsón.
Oberti clava ahora la mirada y los grupos de lavanderas se van haciendo grandes, poderosos, nítidos. Empieza a hablar solo a media voz: “Qué raro todo. ¿No queríamos algo así? Pues ya lo tenemos. Ahora tranquilo, Ernesto. A disimular el desconcierto. Entrega la estampa de María Auxiliadora. A ver qué pasa”.
En una liturgia de gritos y golpes metálicos sobre las tablas de lavar, tres mujeres rodean a Oberti y extienden la mano. Él corresponde con interés y al retirarla deja la estampa: “Oratorio de San Francisco de Sales. Ronda de Atocha 17. Escuelas Populares y Gratuitas. Matriculas durante setiembre. Invocad a María Auxiliadora y veréis lo que son milagros”.
Amigo Javier, la retroalimentación es muy importante, porque es uno mismo. Nuestro relato no puede estar fuera de las corrientes sociales, políticas o económicas del mundo. A los salesianos nos influye lo que pasa en la sociedad. No se nos puede atar con cuerdas de ningún tipo, pero es importante conocer la base y el origen. Oberti, Luguera y Vega vivían las posguerras coloniales de Cuba y Filipinas y creían en los patios de vecinos de las corralas con los hijos de las lavanderas.
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