Mitigando cansancios, acunando sueños
Somos ocho camas de madera. Nacimos en la carpintería de Bruno Rossi, maestro ebanista de Turín. Siempre recordaremos aquel taller donde vimos la primera luz. Olía a madera recién cortada, a pintura y a barniz. Nuestros primeros días fueron como una fiesta. No cesábamos de intercambiar miradas cómplices. Nos apasionaba nuestra futura misión: velar el descanso de los humanos, acunar sus sueños y reparar cansancios.
Sin embargo, todo cambió radicalmente al enterarnos de nuestro destino. Nos íbamos a convertir en las camas de unos huérfanos. Los fantasmas del orfanato poblaron súbitamente nuestras almas de madera: niños famélicos y andrajosos; llantos desconsolados; terrores nocturnos; heridas en el alma.
Varios días después nos apilaron en una carreta. Comenzaba nuestro traslado. El traqueteo del carro se hizo más intenso a medida que abandonábamos las avenidas de Turín. Atrás quedaba el anhelo de una vida tranquila.
Llegamos a nuestro destino. Las ocho camas nos dispusimos a cambiar el olor a madera recién cortada del taller de carpintería por el hedor de los orines, la miseria y el abandono. Dura resignación.
Sin embargo, todo fue distinto. Abrimos nuestros ojos. Nos invadió el asombro. En lugar del gris dormitorio de un anónimo orfanato, nos colocaron en dos sencillas habitaciones. Olía a limpio. Flotaba en el ambiente una serena dignidad. Un joven sacerdote, llamado Don Bosco, y su madre, Margarita, nos acogieron con entusiasmo. Colocaron un colchón nuevo en cada una de nosotras para hacernos blandas y mullidas. Nos vistieron con sábanas limpias. Nos abrigaron con mantas que todavía olían a lavanda. Sonreían madre e hijo. Hacían planes para cuando llegaran ellos.
Cayó la tarde. Y por fin… llegaron ellos. Eran unos muchachos pobres. Surcaba su rostro el cansancio acumulado tras una larga jornada de trabajo. Cuando saludaron a Don Bosco y a Mamá Margarita, florecieron unas leves sonrisas en sus labios. Pero cuando entraron a las habitaciones y nos vieron a nosotras, sus sonrisas llegaron a lo más alto. Se abrazaban. Gritaban. Sus pequeñas manos, encallecidas por duras tareas, iban y venían del aplauso al abrazo; de la sorpresa a la gratitud.
Nunca olvidaremos la primera noche. Don Bosco habló a sus muchachos como un padre. Mamá Margarita, dándoles un beso de «buenas noches», hizo aflorar en ellos la ternura y el recuerdo de la madre ausente. Todo comenzaba de nuevo. Cuando les tuvimos arrebujados entre las sábanas y durmiendo, las ocho camas nos miramos orgullosas. Habíamos convertido aquellas dos habitaciones en un hogar, y aquel hogar, en una familia.
Nuestro corazón de madera se desvivió por aquellos pequeños. Trabajamos duro durante gran parte de la noche para aliviar el cansancio acumulado en sus cuerpecillos. Borramos las huellas del trabajo inhumano. Les proporcionamos descanso. Pero, mitigadas sus fatigas, nos dedicamos a nuestra ocupación preferida: hacer brotar sueños en las mentes. Y os puedo asegurar que, con la ayuda de Don Bosco y de Mamá Margarita, lo conseguimos. Noche tras noche acunamos a aquellas vidas jóvenes. Sembramos sus corazones con sueños de futuro y esperanza.
Nota.- Junio de 1847. Don Bosco y Mamá Margarita colocan ocho camas en dos habitaciones de la casa Pinardi alquiladas para acoger a muchachos huérfanos. Un crucifijo y una imagen de la Virgen María completaban la ornamentación (MBe III, 171-173).
Fuente: Boletín Salesiano
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