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Los chicos
– “Don Fan”, “Don Fan”, que se escapa.
– “¡Que se escapa!”.
Llorente, después de una mirada, me hace un gesto.
Mejías, con las manos en los bolsillos, me llama por mi nombre,
en voz alta:
– “Don Fan”, “Don Fan”, a por él.
Caraballo añade:
– ¡A por él!
Reunido el destino común, sus miembros, van a probar uno privado.
Era el comercio de la propia vida a cambio de las ajenas.
Y Alfredo Ruiz no quería.
No quería recibir otra identidad y otra conciencia.
Y se escapaba del Hospicio… a más no correr.
Hospicio de Ciudad Real, calle de Alarcos.
No quise traer luz, avanzo con pasos inciertos:
– Vosotros cinco por ahí, por plaza San Francisco.
– Vosotros seis por calle el Pilar.
Llorente me mira serio.
Está con “el Visi” y con el “Benito” y con el “Sacramento”,
está con los chicos de la calle.
“Cualquiera de ellos sabe hacer estos juegos de pensamiento
mejor que yo”, me digo.
Ellos conocen las intenciones,
los malos pensamientos y los buenos
en la cabeza de sus colegas.
Saben bromear hasta por los deseos que no pueden oír.
Con ellos miran en el interior del cuerpo.
No sólo me van enseñando, digo,
me van transformando para hacerme estar con ellos.
Me van poniendo en las piernas el impulso
de sus piernas y sus pies.
En los pulmones voy teniendo de su misma reserva de aire.
Empiezo a recibir y reenviar pensamientos con ellos.
Cuentan historias de sus pueblos:
Granátula, Villanueva de los Infantes, Alhambra,
Valdepeñas, Hinojosa, Puertollano,
de viajes y parientes lejanos.
Y están muy unidos,
son una piña,
como suele pasar
entre gente que sabe
que en aguas profundas su vida
depende de sus compañeros.
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Arrancando
– Por ahí, por allí.
– Por la calle Alcázar.
– Por la calle Begoña.
– Por Prado, por Prado.
– Galván y Herrero por allí, chicos.
– Esteban y Emiliano por allí.
Cruzamos la calle y entramos en el jardín.
– ¡Pater, por allí!
– “Estos del Hospicio siempre igual”.
– “Dando la nota”.
– “¿Qué demonios de vida llevan estos chinos
que corren a estas horas por las calles?”.
No sé si resoplo o si bostezo
fue la noche la que se quitó,
no es el día que viene.
Todo es aún un adoquinado de oscuro,
luego un temblor sacude un papel por la calle.
– Que te lo digo yo, nada de nada.
– Ni con monjas, ni con frailes.
– Estos chicos no tienen solución.
Mis veintiún años han estado quietos durante mucho tiempo.
Por lo menos los diez años de seminario.
Corro el riesgo de ser abatido.
– Alfredo se dirige a la Estación.
– Mejías, Caraballo, a la Estación.
Creo en mi nueva vida.
Tengo que despuntar al otro lado de la vida,
aunque tenga que ser al otro lado del mundo,
en el Hospicio de San Francisco de Ciudad Real.
Mi amor de vapor de seminarios,
ya no me sirve. Es bueno para refugios.
El amor que me trae el Hospicio
es el de una buena caldera que quema de todo,
madera, carbón, papel, que va despacio.
Sirve para arrancar.
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Ignorancia
Amigo Javier:
Estaba preocupado.
Me di cuenta que para llevar a alguien por el buen camino (suponiendo que el nuestro fuera el bueno), primero tienes que meterte tú por el malo. Y, además, me enteré que Alfredo estaba metido en el “barrio chino”, tenía tres padrastros… varios hermanastros, a su padre en Santoña.
– Nunca ha tenido ocasión de madurar –me observa Don Benigno.
– A lo mejor nunca ha querido madurar.
– O nunca ha podido.
– ¿Y a qué crees que se debe?
– Pues a que no tuvo a nadie que lo educara.
Dicen que lo que uno ignora no puede hacerle daño.
(La ignorancia, ya se sabe, es felicidad)
¿Felicidad?
Pues es mentira.
Pues se equivocan.
(Diga lo que diga el Lucero del alba,
o el Moro Muza
o Sancho Panza).
Yo ignoro, por ejemplo, que Alfredo tiene una vena violenta innata
(yo también)
Ignoro que es un luchador bien entrenado.
Ignoro que se ha servido de su entrenamiento para hacer daño.
Ignoro que, de hecho, le gusta luchar.
Ignoro que Alfredo no está acostumbrado a dejarse avasallar
(ni Mejías, ni Llorente, ni Caraballo, ni Galbán, ni Herrero…).
Ignoro que tiene mal genio
y que perdió la paciencia.
Lo que ignoro puede hacerme daño.
Y mucho.
– Estás en medio, amigo Paco –dice Don Benigno.
– Estamos todos en medio –añado.
– ¿Esto es entre usted y yo? –pregunto.
– ¿Entre todos y sus colegas?
– Alfredo nunca ha tenido un padre de verdad.
Ni siquiera sabía quién era hasta hace poco.
Salta a la vista que los chicos nos quieren.
¡Qué bella y qué ignorante es la arrogancia
en la juventud!
¡Y qué arrogante la ignorancia!
¡Mira que creer que éramos los mejores educadores!
Yo no me siento preparado ¡puff!
Alfredo vuelve la cabeza
y me mira con ojos desencajados.
He visto esa mirada varias veces ya.
Me he topado con algún psicótico.
Y se les pone una mirada característica
cuando no se toman la medicación.
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Estoy cabreado
El edificio viejo del Hospicio San Francisco
se derrumba
en pleno recreo de la mañana.
En medio de una nube de polvo y humo
me agarran la sotana de mil lados.
Me estrechan las manos otras mil.
Aunque los chicos ni siquiera hacen fuerza,
noto que me estrujan los dedos.
La madre de Benja está muerta.
Los padres de Justo y Eusebio en dificultad.
El padre de Galván acaba de fallecer.
La mamá de Angelito se tiró al tren.
La familia gitana de Bosco, recién bautizado,
lo dejó aquí abandonado. O sea.
La mamá del buenazo de Benito está medio ida.
“El madrileño” tiene sus ojos clavados en mi cara
y le digo con calma: “No sé qué has gritado, Jesús,
pero tu voz me parecía bajar de una altura, allá en Villaverde,
desde un sitio más elevado que nuestras cabezas”.
A la mamá de Josemari la asesinaron…
– ¿A ti, Jóse, por qué te llaman criminal?
– Nada, nada, es que mi padre mató a mi madre.
Estoy cabreado, muy cabreado.
– Es que mi padre mató a mi madre.
Estoy cabreado.
Porque a los chicos los haya hecho quedar
como una panda de payasos por las calles.
Por los desprecios de las vecinas desde las ventanas.
Me duele la espalda. Me duele el alma.
“Vecindonas, a la greña, ay”.
Y cabreado, porque alguno de los nuestros,
en nuestra “Revista colegial”
firma un artículo titulado “Un forastero en La Mancha”.
Y cabreado, sobre todo, porque él, se ponga de parte
de esas vecinas, alcahuetas detrás del visillo.
Además él nos cerró el “Oratorio Domingo Savio”.
Así, todo está en orden.
Las leyendas también mueren, amigo Javier.
¿Revancha?
No en todo hay que tomársela.
“No pienso marcharme nunca de aquí”, me digo.
Nunca.
El 22 de septiembre de 1968
el provincial Maximiliano Francoy me envía a Roma.
Vuelvo para despedirme.
Me flipa el Hospicio de Ciudad Real.
Eso es lo que me mola, lo que me pone, por así decirlo:
Todo lo que sea distinto, desconocido, roto, alternativo
(los genes, ya se sabe)
ya de vuelta a Madrid, con un pie en el tren…
se me acerca un chavalote.
Noto que me estruja los dedos.
– ¿Recuerdas?
– Claro –respondo.
Y me da un beso.
Me han dicho que ha muerto. En la cárcel.
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