Carta de un cura nacionalcatólico recriado en la Roma del Vaticano II
Santidad:
Me alegraré que al recibo de ésta se encuentre Su Santidad bien, yo bien gracias a Dios.
“Y la ley se introdujo para que abundara la transgresión, pero donde el pecado abundó, sobreabundo la gracia”, Romanos 5.
Nuestros dogmas, Santidad, no se asientan en la inmortalidad del alma, sino en la resurrección de la carne. Nuestra fe católica desde pequeñajos, agarrados al Astete, o al Ripalda, o al San Pío X, se alimenta de un desconcierto, de una agonía, es decir, de una rigurosa lucha interior, sin intención de trabajar en la aceptación de la muerte, sino para que la muerte triunfe.
Santidad Ratzinger, amigo.
Te miré siempre como un agrimensor al que le ponen delante de los ojos una tierra nueva. No sé donde te oí decir que “el cristianismo no es una religión. El cristianismo es Amor”. Ha sido luz sobre luz y sombra sobre sombra. Y tan excitante era tu luz como tu sombra.
Leo a San Pablo desde muchacho. Pero no hay maestros para la locura de Amor. Tú lo has sido. Contigo el periodo de la profecía aún no ha prescrito. ¿Has sido capaz de hacer una guerra sin ira y sin orgullo? Sí, porque naciste para la concordia entre fe y amor, donde hallaste la respuesta al conflicto, al misterio. Esa es la finalidad de la guerra.
Santidad Ratzinger, maestro.
Has sido un Amante, un partisano del Amor.
Acabas de huir hacia el sol y ya has bajado por el primer rayo que has podido atrapar. Hoy vives con nosotros en Madrid desde la JMJ. ¿Te acuerdas?
Eras como un niño hermoso cuando ríe, y natural, y sencillo. Te limpiabas la nariz en el brazo derecho, bendecías a derecha e izquierda, cogías las flores, te gustaban y las olvidabas.
– ¿Cómo te llamas? –le dijiste a mi amigo.
– Carlos Ruiz Díaz. De los agustinos.
– Me recuerdas a mí cuando era chico, Carlos –añadiste.
– ¡Soy un chico! –exclama Carlos, ufano por la comparación.
– Ay Carlos… –consigues articular Santidad, ocultando tras tu sonrisa toneladas de dolor.
– Carlos, yo te signo en la frente… –y le persignaste con la señal de la cruz.
– Un día me iré a las Misiones, Santidad –añadió Carlos.
– ¿Y cuándo te vas?
– Primero tengo que crecer.
Santidad, ese día ya llegó y Carlos está en Chad, como misionero rompedor.
Santidad, aquel día, en Barajas, trataste a los chicos de los agustinos con un cariño de papa fuera de lo común, un amor que se derramó como una pomada deliciosa en la primeriza gangrena de la adolescencia, que no estaba acostumbrada a recibir afecto tan singular, ni ese tipo de cuidado.
No sé, Santidad, desde donde te llegó la frialdad, la distancia, la tergiversación, la alarma, la desafección. No lo sé, ni quiero saberlo. De manera que en mi carta no le daré pie al razonamiento. Te diré que una piedra de dimensiones gigantescas cayó sobre nuestros corazones cada vez que aparecías en Cibeles o en Cuatro Vientos.
Santidad, días antes de la JMJ llegaron los obispos italianos.
Avisado con anterioridad, esperé al obispo Enrico Dal Covolo y a su acompañante Marcello Semeraro en el Hotel Intercontinental, participando junto a ellos de vuestra cercanía en algunos momentos muy puntuales.
A su asa, en las horas, se coló Tarcisio Bertone, Angelo Amato, Raffaele Farina.
Con Bertone aprendí el “De penis et delictis” del Derecho Canónico en mis años de estudiante de Teología.
Con Amato compartí tres años de formación en el Instituto “San Tarcisio” de Roma, sobre las catacumbas “San Calixto”. Pero las constituciones de Don Bosco que regían nuestra convivencia eran un asunto de calado tan diferente, que, a la vuelta de algunos años, no me llegó a reconocer en visita privada a su dicasterio de “Causas de Canonización”.
Con Farina, estudiante y estudioso de la Historia de la Iglesia en la Gregoriana, me solidifiqué el umbral de mis cautelas, para asomar la cabeza en el Archivo Vaticano desde el fondo de mi curiosidad permanente.
Mientras te escribo, me entero de tu muerte, Santidad. Sabio y Santo.
Me lanzo a la televisión. No parpadeo.
Me sorprendo agitado y hablando solo en voz alta:
– ¿Qué haremos cuando ya no tengamos delante tu rostro? El día que eso suceda, ¿cómo diablos nos salvaremos? ¿A quién alzaremos nuestros ojos?
“No escondas de mí tu rostro en el día de mi angustia”, el rey David.
Programan el traslado de tu cuerpo del monasterio Mater Ecclesiae a la Basílica de San Pedro.
Me pego a la pantalla.
Avanza la comitiva de “sediari”, siempre reglada, participativa, tragada por las arenas movedizas de lo insanable, en la puerta de la muerte de la basílica de San Pedro.
Silencio, extrañeza, vacío, sombras.
Cada uno se queda con su geometría.
A las nueve de la mañana se posan dos palomas en la barandilla de la ventana de tu alcoba vacía, parecen las palomas más sucias y deformes de Roma, una de ellas muestra un feo tumor carnoso en la parte escapular de las alas y a la otra le faltan los dedos de una pata hasta el tarso. Son las palomas de los drogatas de Roma, las palomas de los descartados del papa Francisco, de los desamparados de Madre Teresa, las palomas de los enfermos del Fatebenefratelli, no traen más mensaje que el de la pena y la desgracia.
Santidad, titán de la fe católica.
Te dejan solo, ofrecido, muerto, regresado a los hontanares colectivos del mundo.
De ti solo conozco mi pobre mirada solitaria.
Recuerdo el pensamiento 498 de Pascal sobre la necesidad de la guerra:
“La más cruel guerra que Dios pueda hacer a los hombres en esta vida es dejarlos sin aquella guerra que vino a traer”.
Pascal el Grande. Pascal el Barroco. Pascal el Violento (dixit).
Los barrocos no somos violentos. Si nos llaman “violentos” es porque estamos enamorados.
No veo por ninguna parte el fundamento real de estos pensamientos, pero…
A lo que tú me respondes:
– En San Mateo 10: “No penséis que vine a traer paz a la tierra. No vine a traer paz, sino guerra. Porque vine a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra. Los enemigos del hombre son los de su propia casa. El que ame a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ame a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida en mí, la encontrará”.
Y también:
– Ser cristiano significa ser Cristo.
Y también:
– Al sufrir participamos de su sacrificio. No amamos la paz. Nuestra guerra es la locura de Dios: el Amor.
Todo eso has dicho.
Todo eso has vivido.
Y también:
– Si Dios te ama, te rompe, te parte.
Y también.
– Hazte la guerra a ti mismo.
– No es la guerra a uno mismo, pues la guerra a nosotros mismos ya la hemos ganado, somos cristianos. Nos damos muerte todas las mañanas.
Y en fin:
– No poseemos lo que conseguimos. Solo poseemos aquello que deseamos.
Nos hemos despertado con la imagen de tu rostro en llamas, Santidad.
“Pues la agonía es, ante todo, un acto de amor” (Bernanos).
Solo tu rostro parece real.
Pero eres una quimera, de la que solo tu rostro nos ofrece del embeleco de lo aparente y nos sitúa en un nivel doloroso de sublimación, de inicio, de trance hacia la tumba, hacia el paraíso, hacia el último cielo. Porque ésta es la hora de la muerte, porque la muerte, Santidad, nada tiene que ver con lo macabro, sino con una plétora mayestática tejida con los rayos de tu rostro.
Te dejan ya solo, ofrecido, muerto, camino de las grutas vaticanas.
Te sigue, sonámbulo, fiel y amigo, Tarcisio Bertone, el salesiano.
Debo atesorar la crónica de tu entierro y decirte “hasta la vista”.
El sueño de tus días por Madrid, en la JMJ, fue maravilloso; pero tu muerte es grande; debemos atesorar el sueño sea cual sea, sea cual haya sido tu muerte.
Te diré que una piedra de dimensiones gigantescas ha caído sobre nuestros corazones cada vez que has aparecido por los caminos del mundo. Tu obra pastoral asombra no sé si más por la fecundidad o por la calidad.
Con Dios, Santidad Amigo.
“Que tu gozo sea perfecto”.
Paco de Coro
P. D.: Santidad, llega cojeando y tambaleante, el cardenal salesiano chino Zen. Es una especie de apestado religioso, de duda o inquietud mística para los intereses políticos, de ansiedad y hasta de martirio ante el misterio de lo absurdo. Es el estado del cardenal más sincero ante lo incomprensible de la fe católica. “Sin soldados no hay cristiandad” (Bernanos).
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