Señora:
Espero que al recibo de mi carta se encuentre Vd. bien, yo bien gracias a Dios. Soy un niño de la posguerra, nacido aquí en Madrid, en Lavapiés, hace ochenta años. Al amanecer me sigo clavando las uñas en la muñeca, intentando despertar, por medio del dolor. ¿Masoquismo? No, una simple costumbre, que se hizo rutina con el tiempo. Despertar es recuperar para mí la paz y la seguridad del cuarto de mi niñez, también el de Casbas de Huesca junto a mi abuela Mamá Nona, con el amanecer filtrándose con dulzura a través de las ventanas entornadas. Y más aún de la habitación contigua, de donde llegaba el rítmico y apacible siseo de la respiración de mi madre Nieves, con la que dormía mi hermano Romanín.
Vamos a ver, Señora, escucho discursos delirantes en las Cortes nacionales, autonómicas y comunales contra expresiones artísticas, programas televisivos de vanguardia, reflexiones y pensamiento de autor, y lo hacen en nombre de no sé qué divinidad unos, otros en nombre de la PATRIA, otros en nombre de la democracia, calificando esas obras de aberraciones visuales o intelectuales y morales. Les falta añadir a la democracia el adjetivo de “orgánica” y proclamarlo a través de un Ministerio de Información para asemejarse a una dictadura. No sé.
Se habla de “Ley de Memoria Histórica democrática”. Es más parece Vd. ser la portavoz. ¿Vuelve el lenguaje totalitario sobre la libertad, la memoria, la humanidad, la religión? Ese tipo de declaraciones significa mucho. Son síntomas. Está germinando un nuevo paisaje. Y no se trata de ninguna primavera árabe, judía, eslovena o eslovaca; más bien de un otoño o invierno de concentración, campos de concentración. ¿Otra vez la mirada sucia? ¿Otra vez las trincheras? Y de pronto, por decreto, todo está cambiando, con disimulo amaestrado y costosas retribuciones. Pero no es un retroceso más, una necedad más, uno de los golpes blanditos a los que nos estamos acostumbrando, no. Es una enfermedad. Avanza, sin prisa pero sin pausa, la enfermedad de los horizontes.
Tengo las mandíbulas encajadas por la tensión.
Para mí, Señora, escribir a la vicepresidenta del gobierno, no es tomar una infusión balsámica, es un deber, es una llaga. Me parece que lo que pasa es que la gente, con eso de la pandemia y del confinamiento –dejamos de ver, dejamos de escuchar, dejamos de hablar– y huimos hacia adelante. Porque ya desde antes del principio de nuestra democracia, 1978, con los crímenes terroristas, había una muerte y era una tragedia. Y luego otra. Y otra más. Pero aguantamos el miedo, por esos abismos de piedra de tantas muertes, volando hacia la libertad entre tinieblas.
Los muertos de la Patria, doña Carmen, tenían un nombre, eran de un lugar determinado, tenían una familia, una esposa, unos chiquillos o adolescentes, manantiales aún puros y sin dueño. Los muertos de la memoria tenían un trabajo en La Papelera de Rentería, en Altos Hornos de Baracaldo, en cualquier Cuartel de la Guardia Civil, en Quirón, cuerpos de acero ennegrecidos, balanceándose en la brisa norteña de Ondarribia o Biarritz o en las galernas de la Costa de los Vascos. Tenían un color de ojos, un bigote y barba sin cuidar, un cabello corto o largo, vestían vaqueros rotos o pantalones tazonados, un poncho rajado de plasticidad o una camisola a cuadros, como para el día del blusa en Vitoria, entreabierta como si llevara en el cuello el desgarro de una raza entera.
Señora, vertiginosa y herida, pasó una década, la de los 80, entre los cantos de “Libertad, libertad, sin ira libertad” y la debacle de atentados, asco, muerte, pena. Derrotada y atemorizada pasó otra década, la de los 90, entre la irresistible ascensión de unos Juegos Olímpicos y Exposiciones Universales y el canibalismo sobrecogedor del asesinato y la extorsión. Y otro. Y otro. Y otra más. Llegaba el momento en que tantos extorsionados o asesinados se dejaban de contar con los dedos. Se dejaban de contar, a compás de los fracasos propios de siempre: las amistades turbias, “los intereses creados”, las tribus canallas… para pasar al etcétera.
Después se dio que aquella casualidad de mi tesis doctoral: “Patria y revolución liberal en la España del siglo XIX”, que puso patas arriba el estudio de la memoria y de mi memoria. Ya en 1973 me había enamorado de Vasconia, de una cultura, de una fe, entrando por Zuazo de Cuartango, y siguiendo por Jócano, Apricano, Anda, Andagoya, Vitoria. Nunca sabré si fue casualidad o no. Pero entre la ansiedad de la escritura y la de la vida, fui levantando mis trabajos sobre Patria, tantos cuantos “Agraviados” (así se llamaban ellos mismos) iban apareciendo por Vitoria a lo largo de los años y que se cambiaban de acera por no saludarme. O sea.
Excelentísima Señora, mis manos han acunado cientos de cartas, cientos de expedientes, miles de fichas y papeles sin catalogar, hasta papeles ciegos. Mis manos acunaron la memoria de mi Patria, de mi fe católica. Uno de mis libros –denso, serio, ponderado– Colonización política del catolicismo. La experiencia española de posguerra, premio Ciudad de Irún 1978, fue antes que nada una vivencia, un desnudo de Ecclesia y de Arriba, de la mano de Iribarren, Tellechea, Cosme Robrero, José María de los Santos, Félix Muñoz entre otros.
Para mí la memoria es, antes que nada, una cosa mental, una identidad: hay tantas como individuos. No es una construcción política, impuesta desde arriba. Llora la humedad viscosa de la imaginación, el frío exudado del tiempo vivido. Posee la capacidad, personal y única, de la fabulación y bien entrenada con los años, puede resultar perturbadora para cualquier dictadura azul o roja, que conocen la totalidad de las respuestas, antes de las preguntas.
Doña Carmen, frágil y explorador de los entresijos pertenezco a la insólita tradición de los historiadores suicidas, de los francotiradores, me decían mis editores Antxiñe Mendizábal, Idoia Estornés y Edorta Kortadi, por ejemplo, que exploran los abismos por dentro, los orígenes y las infancias de los institutos o de los obispados, los acentos frágiles de fundadores y brujas, los destellos de talento del cardenal Lorenzana en Toledo, encontrando dos compañeros de viaje en esa senda: Francisco César García-Magán y José María Berlanga. El gran cardenal de España, Don Marcelo González, me caló en lo blando del hueso durante más de un año y según iban creciendo los días crecía la tensión que tiene mi trabajo y mi vida misma.
Hoy mis manos siguen acunando mi memoria, rica a lo largo (ochenta años) y a lo ancho (silencio y creación, oración y trabajo). ¡Bendito San Benito, padre de Europa, que resolvía la vida con el pespunte de la fe y los ribetes de su ceniza en las manos del Padre de todos!
Le dije Señora que soy un niño de la posguerra.
Hay una mansedumbre de soledad ya en el rastro que ha ido dejando nuestra aceleradísima biografía. No hemos ganado ni perdido en la vida. Tan sólo escogimos la gran conspiración, figúrese usted, de ser nosotros mismos, donde nos diera la gana, sin contar con la sorpresa del deseo. Eso fueron Hilario de los Santos de Dios, Ricardo Arias, Higinio Prieto. Los dos primeros se los llevo un cáncer, el tercero se estrelló con un coche y los que quedamos –tantos todavía– nos hemos ido estrellando contra la pena de una dictadura muy lejana y enterrada, que no convendría desenterrar.
La PATRIA de mis territorios son hoy ceniza en mis manos.
La MEMORIA de mis hechos son hoy una bandada de recuerdos febriles en los que el amor, la pasión y el extravío conviven con un paisaje de amigos entregados y secundadores.
La PATRIA, LA MEMORIA.
Hubo cales vivas en mis libros, en sus páginas abrasadas de datos, de citas, de erudición, vida machacada por los arcabuzazos de tres guerras carlistas en el siglo XIX, mientras en las calles del XX la carne quemada y despedazada se perdía en nuestros sentimientos, se enredaba en nuestros rezos a la Amatxo de Begoña y caminaba en tropel en la manifestación total de Bilbao.
Y seguí un atentado. Y otro. Y otro más. Etcétera.
Es la enfermedad de los horizontes.
Mortales, perded toda esperanza.
A los estallidos que saltaban por fuera, se sucedía un dolor que escuchábamos por dentro como un tiroteo. Sentíamos llegar su poder como una ola, como un ariete arrasador que penetraba en nuestras cabezas ya aturdidas.
PATRIA y MEMORIA.
La Patria, Señora, es cada vez más estrecha, más intensa, más necesaria. Más mía, más nuestra. Yo la cuido, yo la mimo. Yo la reclamo. Yo la escribo. Yo, a veces, la mecanografío, yo la “pico” en el Word de mi ordenador, con mis manos como muñones. Entre Patria y memoria se ha establecido ya una combustión que no se sabe donde podrá acabar y donde pudo empezar. Entre ambas hay un estraperlo (soy chiquillo de posguerra) de afecto mutuo, consideración, conflicto, de amor.
Hay hervor y fervor germinal, saliva con yodo y polución de barrio en mi inacabada MEMORIA escrita de SUCESORES (Bosco, Rua, Albera, Rinaldi, Ricaldone, Ziggiotti) y ebriedad y cansancio de anciano, exacto en mis limitaciones y dependencias en Martínez Izquierdo ya publicado y en Vascos. Relato de pasión y audacia por publicar.
Mientras mi memoria mortal desciende a la humedad sagrada del valle del Urola: Azkoitia, ilustrada y pelotari; Azpeitia, ignaciana y taurina; Cestona, saludable y restauradora; Zumaya, astillera y pescadora y Zarauz, franciscana y turística, sobre la piel del aprendiz de historiador, en mi mesa de trabajo tatuado, hierve la memoria de la diócesis de Vitoria, tan desconocida por uno de sus últimos obispos, compañero mío en Roma, como plagiada a derecha e izquierda por sus historiadores a sueldo.
Señora, los niños de posguerra, camino de la vida, éramos la gente –gente que en 1978 votamos la Constitución (libertad, justicia, igualdad, pluralismo). Y camino de la vida con esa manzana maravillosa por morder en la mano, llena de esperanzas, sabemos de Patria y de memoria. ¿Es que a la vuelta de cuarenta años ya no somos esa gente? ¿Somos el Etcétera, recluidos por los atentados de la pandemia? Si con la dictadura se cayeron nuestros dientes de leche, ¿ahora nos quieren romper los dientes que se ven al reír?
Querida Doña Carmen, sospecho que su hermano Don José Calvo Poyato, prodigio de historiador y novelista, del partido andalucista de Blas Infante, refundado por el salesiano José María de los Santos y López, gran amigo, en Ronda, a donde me llevó el día del evento, no querrá ser el Etcétera ni de una falsa memoria ni de una Patria podrida, morse de pasiones, repertorio de volantazos y decidirá luchar. Los niños de posguerra también. Se lo aseguro.
Perdone, Señora, mis impertinencias. Es que nos “Arden las pérdidas” (Gamoneda). Se despide de Vd. uno de los tantos niños de posguerra.
La Historia de España no tiene porque acabar mal, contrariando el famoso poema de Gil de Viedma. En la Transición, los españoles de ambos bandos se amnistiaron mutuamente. La Iglesia no fue ajena a aquel proceso.
Efectivamente, D. Paco, la memoria es personal de cada uno y como bien dice: …»hay tantas como individuos. No es una construcción política»… Lo que me estremece es que aquello de «Libertad, libertad, sin ira libertad» quede en mi memoria únicamente como la letra de una canción más y no como un logro de respeto y convivencia de todos nosotros, después de restañadas las heridas de cada uno.
La memoria, aunque tenga los mismos «patrones» de comportamiento en todos los seres humanos, siempre va a ser muy particular, personal de cada uno con muchos matices, y vivencias concretas.Y la memoria histórica, social, religiosa, política…de unos hechos reales y concretos, de ninguna manera tiene que ser manipulada por organismos de poder político o ideológico, para conseguir sus cuotas de poder de cualquier tipo. Y entonces la búsqueda de libertad personal, puede quedar muy dañada. ¿Dónde quedaría o quedará ese respeto individual en una sociedad, en un pueblo que quiere conseguir la democracia por encima de todo? ¿Dónde quedarían esas iniciativas de libertad, que salen con espontaneidad, pensadas, reflexionadas y razonadas de cada ser humano, de cada ciudadano? y siguiendo haciéndonos preguntas… ¿podemos encontrar libertad, en un pueblo, en una sociedad, cuyos valores humanos, religiosos… están muy alejados de esos intereses particulares de una sociedad, de poder político y económico… en el encuentro de sus intereses muy particulares…?
Paco no quisiera pasar por ser un etcétera en esta nuestra Patria, aunque aspiramos a otra PATRIA que sobrevuela nuestra existencia, gracias por tus autorizadas palabras, que sin duda caerán en saco roto, pues la excelentísima señora está ocupada en otros menesteres menos patrióticos, si se me permite la expresión.
Felicidades y un fuerte abrazo, floren…
Querido Paco:
Me pasa siempre. Después de leerte, siento un orgullo infinito de poder proclamarme alumno tuyo. Aprendiz de vida, de ponderación, de bonhomía y de valores profundos. De actitud de servicio, de compromiso con uno mismo, de trabajo incansable y de un seguir adelante con los faroles. Siempre.
Por eso, hace meses, no me quedó más remedio que acudir a pedirte que no te abandonaras. Porque tú me lo enseñaste. No había otra.
Salud.
Hola Paco, me parece muy bien que t hayas dirigido a esta » señora »
Lo más relevante es que esté quién esté al frente del país sigan respetando nuestras Iglesias.
Y que porsupuesto no se repita el totalitarismo de aquella época que muchos no hemos vivido.
Aunque claro está, que tampoco es muy de agrado, la situación que nos ha tocado vivir ahora.