Me gustaría urdir la gatada de un réquiem por los “40.000” fallecidos a causa del coronavirus-19, aunque mi cabeza ya no maquina como antes, porque no hay a dónde ir, a partir de ciertas horas, de ciertos días, de ciertos territorios. Y no es el calor manchego de Madrid, sino la realidad la que lo aprieta.
Tomo aire en Las Carboneras y ese corto destierro en su iglesia del XVII, con el Santísimo expuesto me asesta una leve alegría, una tregua, un bálsamo. Así regreso a casa. Así me instalo en mi cuarto. Así comienzo a escribir para recuperar a los amigos del blog.
Requiem aeternam / Descanso eterno.
Un réquiem supone a todos los efectos el rescate de unos nombres, de unas vidas y de unas conductas –todas– dignificadas por el prudente ejercicio de la razón y de la fe cristiana sobre todo, y también de otras fes. Entre la actitud serena, siempre ecuánime, y hasta bella, de la liturgia romana secular y la de los consabidos y conocidos espadachines de la política, queda la misma distancia que entre la vida contemplativa de los monjes de Silos y la jaula de los leones de una “Casa de fieras”.
Contaminados de extravío ponemos la brasa del duelo y del respeto en dirección a la humareda de un pebetero y de allí a la negación de Dios y de allí a la negación del hombre y de allí a la nada televisada. Y no, no.
Requiem aeternam dona eis, Domine / Dales, Señor, el descanso eterno.
Los “40.000” levantaron su vuelo sin esquinas junto al virus agresivo que les volteó el ansia de vivir. Los “40.000” se instalaron en el centro de la muerte. Borraron cualquier rastro de su pasado, sin explicarse por qué tuvieron que morir. Nadie sabe ya quién es quién. Quiénes son, en vano. Porque todos ejercen una fascinación de mujeres y hombres diminutos, divinos y humillados, de huesudas piernas finas y combadas y de espaldas encorvadas y tiesas, bajo el peso de repúblicas, revoluciones, guerras y posguerras.
Et lux perpetua luceat eis / Y brille para ellos la luz eterna.
Que nuestra oración tenga la intensidad suficiente para secar las lágrimas, aunque estemos ya sobrepasados por la morfina de los hechos.
Los “40.000”, cadáveres aún tibios, recorren los caminos de la tierra –para hacerse tierras de la tierra de España– y los caminos del alma –ese ventalle de cedros de la llama de amor viva, encendida en los versos de San Juan de la Cruz, desde la España devastada de la guerra incivil (Gernika, Cabra, Brunete, el Ebro) hasta de repúblicas y posguerras; desde el amor cauterizado a la pasión sin fin; desde los gulags soviéticos con “divisiones azules” o sin ellas a campos de concentración nazis. Ni la niebla ni el sol, ni la lluvia ni el viento saben escribir de forma tan cierta sobre el amor, que es, al decir, de Quevedo: “hielo abrasador, es fuego helado, es herida que duele y no se siente”, pese a los esfuerzos de Octavio Paz por imponerse en los rituales del Palacio Real en Madrid.
Requiem aeternam / Descanso eterno.
Quiero que la secular liturgia romana abrase los labios ya inútiles de los “40.000” entre los miles de anhelos de miles de niños, quizás sus nietos –criaturas distintas y de una fecunda fragilidad– y las caricias de los cielos húmedos en Galicia, Asturias, Cantabria o País Vasco; de los cielos abrasadores de Aragón, Castilla, La Mancha, Extremadura o Andalucía y, en fin, hasta la “salada claridad” identitaria de Cádiz, de la mano de la Virgen de la Oliva, patrona y condensador de Vejer de la Frontera.
El adanismo y el exceso de laicismo les contornean estos días.
Gastamos una insaciable sed oscura con nuestros “40.000”, que irrumpió en los deseos paganos de políticos e “influencers” como un nudo de haces magnéticos. En vano.
Hay un deseo insistente de la Iglesia católica en expresar en sus Requiem que los muertos se libren de “la condena eterna” (Así). Y tal insistencia prefiere un tipo de formulación muy bíblica y especialmente clarificadora. Se pide que los muertos puedan librarse “del calabozo profundo, de que los trague el abismo, de que caigan en la tiniebla, de las fauces del león”. A mordisco limpio.
Para el réquiem católico tocar al fallecido significa tocar dónde yacen ya sus alas, donde aprietan y donde ahogan las dos sílabas inermes del dolor. Do-lor. Hay como un nervioso afán de evitar que los muertos puedan caer en el “tou-babou” de lo despersonalizado, de lo informe, del magma, de la papilla horrible que todo lo engulle, todo lo unifica y todo lo liquida.
Gotea una y otra vez el agua del hisopo sobre la piel ya ausente y resbala por los pliegues del cadáver y del alma, de cada cadáver y cada alma.
Es el momento. Garaia da.
Cree la asamblea que ora, “junto a María, la Madre de Jesús”, que volverá a ver al muerto allá donde siempre es de día, allá donde todos podemos estrecharnos las manos ansiadas, allá donde el tiempo parece un niño que sonríe y nos susurra al oído su modo de empezar, allá donde el aire traza líneas sobre el mar, allá donde el dolor es un eclipse fallido, un limbo sin tiempo, un yacimiento vital, que ya resulta vacilante.
La luz es acerada, el viento seco, la alegría escasa.
Muchas veces he pensado que Madrid no es una ciudad hecha para la muerte. Y sin embargo…
“Bajo tu auxilio nos acogemos, / Santa Madre de Dios;
No deseches las súplicas / que te dirigimos en nuestras necesidades,
Antes bien, líbranos de todo peligro, /
¡Oh siempre Virgen, gloriosa y bendita”.
Y así, y así, los cristianos la invocamos desde el año 250 d. C. al menos. Y la oración antigua y sagrada es la tensión entre las ilusiones y la lenta aspereza de vivir. Por eso la asamblea descubre en cada “Requiem”, que la “Santa Madre de Dios” es la mujer fuerte que regresa contra la “malaria” de la estupidez, del calabozo, del abismo, de la tiniebla. A mordisco limpio.
Los “40.000”, ráfaga de cautelas y extrañeza. ¿Una historia de fantasmas?
Con la Iglesia católica quiero que la liturgia romana despida la dignidad y la humildad de generaciones de guerra y posguerra entre miles de oraciones anhelantes bajo el auxilio de María. “Adiós mis tristes, pequeños y profundos ríos, cuánto amaba vuestro incesante rumor, cuánto amaba arrojarme una y otra vez sobre vuestras tibias ondas”.
Caminar la muerte no exige argumento alguno.
Bajo el auxilio de Santa María, Moreneta de la sierra quieren los catalanes rematar su vida con el ritual cristiano. Bajo el auxilio de Santa María, de los Desamparados alcanzan su gloria los valencianos a orillas del Mediterráneo. Bajo el auxilio de Santa María, Pilar de Zaragoza y de España, acumulamos todos el ajuar de la democracia (libertad, igualdad, justicia, pluralismo – Constitución de 1978), sin someterse al cuestionario moral de nuevos relatos “¿progresistas?”. Yo los llamo regresistas. Perdona el neologismo, Javier.
Los “40.000”, con ambición de cielo y curiosos del agujero negro de la mente y de la muerte, perdieron el gusto a ser el centro de todas las admiraciones y de todas las noticias. “Adiós mis “pequeños y profundos ríos” de La Mancha, Murcia, Extremadura, Castillas, Baleares y Canarias, de la mano de la Virgen del Sagrario, Guadalupe, La Fuensanta, Purísima, Candelaria, Lluch. A todos se os transparentaba el desconcierto de creyentes que nunca fueron amaestrados.
Bajo el auxilio de Santa María mantenemos las facciones enérgicas de los pueblos que se han hecho grandes a la fuerza. Santa María del Rocío tiene la despensa colmada de corazones desgarrados en Andalucía. Santa María de la Almudena carga una obstinación sobrehumana de miles de ancianos, regada con un ejército de suspiros rebosantes de dolor. Santa María de Covadonga echa a volar desde las cumbres de Asturias un silencio doliente, aún sin queja y del bracete con la del Camino, de la Valvanera, de la de Begoña –incalculables, fascinadoras, verdaderas– suma a la cama de madrileños, leoneses, riojanos y vascos un convoy de manos samaritanas, de enfermeras y médicos.
“Adiós, pequeños y profundos ríos, hasta llegar a la mar”, que es el morir.
¿Qué ardía allí, en el patio de armas del Palacio Real de Madrid?
Desde luego nada del hervor germinal de nuestro milenario cristianismo, nada de la pila bautismal de nuestra “Generación perdida”, nada de la pasión mariana de cada territorio –pueblos, provincias, ciudades–, nada de nuestras tradiciones seculares.
Requiem aeternam / Descanso eterno.
Cierta, entera, posible, letal, si letal, Santa María de la Almudena, Auxilio de los Cristianos: ortodoxos, evangélicos, católicos y musulmanes, desde su hornacina, allá en la espadaña más alta de la catedral madrileña anota en sus memorias los nombres de los “40.000” –se dice pronto– y uno por uno. Pero no acepta callarse y contra pronóstico se convierte en mito de resistencia. A mordisco limpio si es preciso.
Para entonces y para ahora y para mañana escribo un aullido que pudo ser también nuestro epitafio: “¡Dejadnos sufrir!”. Amamos con precocidad, vivimos con furia, y, al final, alzamos la voz con todo su desaliento dentro y moríamos con verdaderas ganas de morir después de hospedarnos en algunos infiernos.
¿Fue o no, gatada, Javier?
Magnífico Réquiem, Paco. Me fascinan tus gastadas. Siempre certeras y provocadoras a la reflexión interior de la conciencia. Siempre con la decisión o la voluntad de valorar lo que tenemos, a quién tenemos y lo que somos, cristianos humildes de bien. Viene bien tus relatos para parar y disfrutar de la lectura sabía.