Si leíste, la semana pasada, el saludo del Rector Mayor del Boletín Salesiano de noviembre de 2020, habrás visto su invitación a dar las gracias a tantos bienhechores de las obras salesianas. Gracias a su generosidad es posible continuar adelante con la misión de la Congregación en tantas partes del mundo. Y, como dice el refrán, es de bien nacidos el ser agradecidos.
Dar las gracias. Era algo que, de pequeños, siempre insistían nuestros padres. “¿Qué se dice?”, repetían nuestros mayores para inculcarnos esta actitud. Resulta fácil, en la mayoría de las personas, dar las gracias a quien nos hace un favor, nos ayuda económicamente, nos presta un servicio. Pero nos suele costar más pensar en un agradecimiento por ese cúmulo de valores, intangibles, realizaciones concretas, que recibimos cada generación de las generaciones anteriores. En nuestras familias, en nuestras comunidades religiosas, en nuestra sociedad, es mucho lo que debemos a los que nos han precedido.
En deuda con nuestros mayores
A veces da la sensación de que perdemos el sentido histórico de la vida, parece que actuamos como si todo hubiera empezado con nosotros. Conviene, me parece, que de vez en cuando reconozcamos la deuda que tenemos con las generaciones pasadas, representados en nuestros mayores y ancianos. Y más en una época en la que parece que lo que predomina es el usar y tirar, la obsolescencia programada de lo que tenemos.
Algo que me ha sorprendido del papa Francisco es que, en la mayoría de sus intervenciones hablando a los jóvenes, les ha recordado la importancia de recoger la enseñanza de los mayores. Es de los pocos líderes mundiales que habla de un pacto en las familias, intergeneracional, para valorar a los ancianos, para conservar su experiencia y agradecer lo que nos han transmitido. Y, por eso, insiste a los más jóvenes en “mostrarles cariño”, tener “gestos de ternura” con ellos. Es una forma concreta de agradecer, a esas generaciones, lo que han trabajado para llegar hasta donde estamos.
Memoria de un pueblo
“Son las raíces de los jóvenes”, decía a finales de julio pasado refiriéndose a los ancianos, y “un árbol arrancado de sus raíces no crece, no da fruto ni flores”. Y, explicaba con un verso del poeta Francisco Luis Bernárdez, “lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado”.
Formamos parte del gran río de la Historia; somos hilos de un inmenso tapiz que muestra el dibujo de nuestra vida, de lo que somos. Nos entendemos a nosotros mismos, y como sociedad, mirando hacia atrás, y necesitamos el pasado para seguir caminando, para escribir, por supuesto, nuevas páginas, pero con notas al pie de quienes nos han precedido.
Fuente Boletín Salesiano-Noviembre 2020
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