Durante años hemos asistido en riguroso directo a la desintegración de las Humanidades de los planes de estudio y del interés general de los estudiantes. En un mundo calculadamente tecnologizado donde nos invade el imperialismo de lo útil y las pedagogías proféticas del liderazgo y el emprendimiento, hemos desterrado aquello que hasta la fecha nos ha permitido reflexionar, comprender, hacer y ser.
Nuestros gobernantes han lapidado durante décadas –ley a ley- la Filosofía, las Lenguas clásicas y el Arte, omitiendo una parte fundamental del relato de la historia en la enseñanza y, por tanto, relegando al último plano de importancia a la creación y las ideas. Esto ha facilitado que, progresivamente, un gran número de estudiantes se inserten laboralmente en la sociedad desconociendo a Homero, Cervantes, Unamuno, Platón, Kant, Nietzsche o el anti academicismo de los pintores impresionistas.
Como resultado de este mercantilismo educativo –estratégicamente programado- ha derivado una actitud de absoluto desprecio hacia esta “rama” (o tronco) del conocimiento, que ha colaborado al convencimiento general de que hay cosas que no sirven para nada. Cabe preguntarse cómo hemos permitido que la educación en valores y el desarrollo del pensamiento crítico pierdan su lugar en favor de una formación educativa con el objetivo de crear únicamente obedientes y eficientes trabajadores.
El conocimiento de aquello que nos hace humanos, ese magma conceptual que en educación se ha llamado Humanidades, hasta ahora se transmitía de generación en generación, de manera institucional en la escuela y, además, se promovía en el tiempo libre; pero actualmente está herido de muerte.
Este alegato en favor de las Humanidades no pretende prolongar el debate fácil y simplista Ciencias – Letras sino recuperar lo que nos hace íntegramente humanos –y que no es privativo de la una ni de la otra. Pues todos convendríamos, aún más en los tiempos que nos ha tocado vivir, que un médico o un empresario también necesitan una formación en valores éticos en pos de una filosofía del bien común.
Sin embargo, además de los impedimentos sociopolíticos existen los que nos autoimponemos en la escuela, pues habría que cuestionarse también por las orientaciones académicas que se dan a los alumnos para que elijan aquello que “va a tener salidas”, alimentando esta pedagogía de lo útil; o la obsesión por transmitir de manera unidireccional, obviando que el principal activo para que un alumno conecte con una materia es que participe de ella.
El estudio de la Filosofía, la Literatura, la Historia, el Arte,… no conllevan la enseñanza desde el púlpito o la clase magistral, pues no son un relato memorístico del pasado. A propósito de esto Alain Bergala dice que “el arte debe seguir siendo aquello que fue: un encuentro con aquello que trastorna nuestros hábitos, también culturales”.
Recuperar el diálogo y el conocimiento transformador de las Humanidades es una cuestión vital. No podemos transmitir la pasión por una “materia” si los alumnos no la experimentan, si no se encuentran con ella; no podemos comprender las Humanidades desposeyéndolas de aquello que es inherente a sí mismas: la vivencia.
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