Transitando el sendero de los sueños
Brotábamos desde las sutiles ramas de cientos de rosales. Trepábamos formando una pérgola espléndida. Nos distribuíamos creando un largo túnel. Crecíamos a derecha e izquierda. Nos descolgábamos desde lo alto. Tapizábamos el suelo. El rojo intenso de nuestros pétalos dibujaba un paisaje onírico de tizones encendidos y diseminadas gotas de sangre. Perfumábamos el aire.
Pero, a pesar de nuestra belleza, nunca tuvimos tallo, pétalos, cáliz o estambres… Nuestros cuerpos eran inmateriales: tan sólo existíamos en el interior de un sueño de Don Bosco. Imágenes que se desvanecen al amanecer.
Pero nada fue sencillo aquella noche.
¡Cuánto sufrimiento hubimos de soportar nosotras y nuestro soñador!
Todo ocurrió de improviso. Sin mediar palabra, Don Bosco se adentró por el túnel que forjábamos con nuestros cuerpos. Para no aplastarnos, se quitó los zapatos. Comenzó a caminar descalzo. ¡Grave error! Intentamos en vano disuadirle.
Sonrió al notar las caricias de nuestros pétalos en sus pies. Pero de pronto, sintió el primer pinchazo de nuestras espinas. Apretó los labios. Siguió caminando. Cuando notó la segunda punzada, no pudo reprimir un gesto de dolor. Luego otra, otra y otra… Así fue como aprendió que el sendero que pretendía recorrer era un camino de rosas… con espinas.
De repente un grupo de personas se adentró en la pérgola. Pretendía seguir las huellas del joven sacerdote. Pero sus sonrisas ingenuas se transformaron prontamente en muecas de dolor y desencanto: nuestras espinas también lastimaban sus pies. Se alejaron con la misma rapidez con la que habían iniciado su atolondrado caminar.
Al verlos partir, Don Bosco se detuvo. Al dolor que le producíamos, se unía ahora el aguijón de la soledad. Duda y desaliento anidaron en su interior.
Cuando las rosas creímos que el joven sacerdote iba a abandonar, un nuevo grupo irrumpió en la pérgola. Eran jóvenes. Avanzaban decididos. Don Bosco les contempló con afecto. Les acogió. Guio sus pasos. Intuyeron nuevos paisajes más allá del lacerante camino por el que ahora transitaban. Soportaron el dolor. Vencieron dificultades. Avanzaron unidos.
Tras largo trayecto, exhaustos y ensangrentados, llegaron a un nuevo vergel: «El jardín de las rosas sin espinas». Sopló una suave brisa. Sanaron sus heridas.
Finalmente apareció una «Señora». Les desveló el sentido de su agotadora travesía. Y les habló sobre todo de nosotras. Porque, aunque nacidas entre las imágenes de un sueño, las rosas con espinas siempre fuimos, y seremos, tan reales como la vida de cada día.
Nota. Una noche de 1864 Don Bosco narra a los primeros salesianos un sueño que tuviera diecisiete años antes, en 1847: «El emparrado de rosas». Con el simbolismo de las rosas y sus espinas les muestra la importancia del esfuerzo, la caridad y la entrega para hacer el bien a los jóvenes (MBe III, 37-40).
Fuente: Boletín Salesiano
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