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Pluma herida
Amigo Javier:
Desgarrado por una profunda emoción
he terminado de leer Golpéate el corazón (Anagrama),
una de las mejores novelas que ha pasado por mis manos
en los últimos meses.
Su autora es Amelie Nothomb que,
entre el temor desgarrador y el lírico temblor,
ha esparcido su pensamiento profundo
sobre la frustración y los celos familiares
sobre la crueldad y brutalidad de los sentimientos,
sobre la vida y la muerte,
sobre la salud y la belleza.
En el fraude de todos los sueños,
la novelista amordaza la luz
y la convierte en fuego,
brasa tibia extinguida sobre el hielo y la nieve.
No puedo olvidarme de los muertos inocentes
de Ciudad Real, de los años sesenta y tantos,
los maravillosos chicos del Hospicio San Francisco,
porque mi pluma está herida por las lágrimas
sin derramar de la muerte de mi madre
(“Hijo, los hombres no lloran”, me decía mi padre)
y de la muerte cruel de madres solteras,
y del amor borrado paterno
y del daño ausente de familia. O sea.
Aprendiz de historiador desde pequeñajo
y chico de posguerra en Madrid, sobre todo,
me estremecían los relatos de la guerra “incivil”
y las preguntas sin respuesta de todos los días
sobre las cárceles de Porlier, Ronda de Atocha, Yeserías,
enfrente de mi grupo escolar “Miguel Unamuno”,
a donde mi padre me acercaba con él
para llevar comida a los presos.
Ácido y hasta malévolo, amigo Valiente,
no puedo soportar ni digerir amaños en las historias.
“La vida en baño maría, no es vida”.
“La historia en baño maría, no es historia”.
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El “lanza”
“Es tan corto el amor y tan largo el olvido…”, dice el poeta… que,
que en mi caso es al revés:
Muy largo el amor y muy corto el olvido.
Qué digo es tan larga mi memoria que no puedo soportar
la carroña de las crónicas interesadas por intrusos en el oficio.
Entre los tres chavalotes que me acompañaron
los días de la Prehistoria en Ciudad Real
estuvo siempre José María Llorente.
Sor Marcelina me lo recomendó.
Era de la casa. De toda confianza.
Mejor así, pensé.
– No tiene usted que dar explicaciones al guardia de seguridad,
tiene usted que ser él, tiene usted que ser el guardia.
Le ayudará Llorente, “El clarinete”.
– ¿Josemari, qué te parece si vamos a el “Lanza”?
Tiene el pelo amarillo.
Amarillo no, medio rubio.
Es alto –metro setenta y siete– y delgado.
Y deportista.
Y linotipista ya casi.
Poco más de dieciséis años.
José María asiente en silencio y salimos.
– ¿Hacia dónde va lo nuestro? –pregunta.
– No todos los viajes deben tener un destino –respondo.
– ¿Al “Lanza”? –insiste con un relampagueo en la mirada.
– Cuando estemos en marcha hay que hacer una revista colegial.
– ¿Qué significa eso exactamente?
– Que seguro que don Benigno te encarga de llevarla.
– Entendido.
Entramos.
Casi todos conocen a Llorente. Le quieren.
Me presenta.
El trato espontáneo me gusta.
Me explicaron lo habido y por haber.
Fue un encuentro interesante y muy útil para después.
Saliendo, pega un portazo la puerta. Sin querer.
Oigo a lo lejos:
– Jobar, parece un cura de quince años.
La verdad, amigo Javier, en la vida hay que ir a la contra,
es de cajón de madera de tabla, muchas veces.
“Nunca seas predecible”, decía mi padre.
Noto el imprescindible y subidón de adrenalina,
cuando me hieren. Y me vuelvo y revuelvo.
– Señor, se equivocó por cinco años.
Tengo veinte. Hasta la vista.
Gracias.
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Tiempo de anti cámara
Mientras que para mí esos días de noviembre
fueron el alivio del adiós a los seminarios,
le oí repetir a don Benigno su lamento
por no haber firmado parte de esa pequeña minoría
que correteábamos por la ciudad:
Llorente, Mejías, Carballo y yo.
Los días y las noches en el Hospicio
eran una convalecencia.
Bebía a chorro la leche fresca
que nunca me había gustado
en la cocina de Sor Marcelina.
Leía una colección de leyendas manchegas
recopiladas por Juan Miguel Blázquez.
Me reconciliaba con mi adolescencia
arrojada a las ortigas.
Y no se me vino a la cabeza ni al deseo
el luchar contra quienes me la habían enredado.
Los chicos me preguntaban por mi experiencia
en los “alesianos”,
yo contestaba que ya hablaríamos de todo eso.
Aquellos chicos no se aburrían si tocaba
el armonium: yo saboreaba el tiempo prolongado.
Hasta veinte piezas me sabía de memoria.
Llorente y Mejías me acompañaban con “el clarinete”
y hasta Urbano y el “Visi” y el “Vicario”
nos asaltaban tocando el bombo.
Le echaban ardor, oye.
Apretados en el cascarón de una ropería,
comprimidos nuestro tiempo de antes de la fundación
a una premisa.
Es lo que ocurre con el tiempo cuando sirve de antecámara.
El ritmo de los platillos de Benito San Pablo
y de los pulmones de Justo y Eusebio, Galván e Isabelo
recordaba el paso de las marchas de Falange.
Al hombre le hace falta un ritmo en el esfuerzo, Valiente,
más que una razón.
Imagínate a los chicos de Ciudad Real de 1961.
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El arco / la oración
– “Quiero establecer relaciones con la providencia”,
le dije a Llorente, Mejías y Carballo,
un día en la parroquia de San Pedro
visitándola.
Así pues,
oyeron frases entrecortadas:
– “Y nos salvaste, Señor, de la mano de todo enemigo,
y mandaste, Señor, una bendición
para toda obra de nuestras manos”.
Yo me miro las manos.
Ellos se miran las suyas en la oscuridad
del templo gótico,
heridas
y con llagas.
Los tres músicos inverosímiles.
Los tres deportistas rompedores.
Los tres “efeperos” vigilantes
sienten el impulso de interrumpirme:
– «DonFan», la oración está hecha para pedir, ¿no?
¿A qué vienen los verbos en pasado?
– ¿Salvaste, mandaste?
Me dejo interrumpir, claro, soy maestrillo:
– “Estoy aprendiendo”, y les respondo
con el ejemplo del arco:
– Para lanzar lejos tu flecha Juan José,
has de tomar la cuerda y extenderla hacia atrás
todo lo que puedas, todo, todoooo,
también hace lo mismo la oración,
es una especie de flecha.
Mientras ellos lo piensan, yo acabo de recitarla:
– “He aquí que envío un mensajero ante ti
para que te guarde en el camino
y para hacerte llegar al lugar
que he establecido”.
Desde Puertollano llegaba, aún débil,
el sonido de una música.
De Salesianos Puertollano.
P. S.
- Dedico este artículo a mi padre Román Rodríguez-Osorio de la Osada y a toda mi familia de Ocaña, Santa Cruz de la Zarza y Socuéllamos, cuyos últimos vástagos emigraron a Alzira en los años 70.
- A los 60 y pico chicos que encontré en noviembre de 1961 en el Hospicio de San Francisco de Ciudad Real. Sobre todo a José Mª Llorente, Juan José Mejías y Joaquín Caraballo, que me ayudaron a apoyar los pies en La Mancha de 1961 al 64.
- A los 150 chicos de nuestro primer Oratorio Domingo Savio de Ciudad Real, que fundamos en torno a Don Bosco de 1962, siendo sus fundadores José Aguilar, Teodomiro Lara, Jesús Santiago y Paco de Coro.
- A los más de 200 chicos de Salesianos Ciudad Real que integramos el primer “Camping Domingo Savio”, durante todo el mes de julio de 1962, en Río Záncara y el segundo, durante todo el mes de julio de 1963, en El Tamaral.
- Al delegado nacional de medios de comunicación, Javier Valiente Moreno, manchego de pro y colaboradores Daniel Díaz-Jiménez, Álvaro Blanco, también manchegos, y a Leticia del Amor, Silvia Montalvo, Carlos Sáenz, Manuel Serrano, Alberto Mas, Begoña Rodríguez, Cristina Otero y Carmen García, ilustres manchegos de adopción.
- Y, en fin, para la magnífica comunidad de Salesianos Ciudad Real… José Pablo de Cabo, Antonio Esgueva, Manuel José Fernández, Francisco Ferreras, Miguel Ángel Muñoz y Antonio Vallejo.
Feliz Navidad a todos los lectores de esta sección “De andar y pensar”.
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