Sesenta docenas de rosarios

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

22 junio 2021

Aprendiendo a rezar una nueva Avemaría

«Ave María, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in muliéribus, et benedictus fructus ventris tui Iesus…». Una y otra vez repetíamos a coro el Avemaría en latín. Y es que los rosarios que nacemos en la Ciudad del Vaticano, debemos partir desde aquí con la lección bien aprendida.

Entre los muros del sagrado lugar coreábamos, una y otra vez, las plegarias que serían musitadas por los fieles. Ojos entornados. Cadencia monótona. Y el suave rozar de sus piadosos dedos sobre nuestras cuentas.

Éramos varios centenares de rosarios destinados a ser regalo del Papa a los fieles: alto privilegio que llenaba de orgullo a nuestras cuentas de color rojo.

«Ave María, gratia plena, Dominus tecum…». Tras muchos días de intenso aprendizaje, logramos repetir el Avemaría sin equivocaciones. El eclesiástico que nos iniciaba en los rezos, pronunció la palabra esperada: Satis! (¡Suficiente!).

Comenzamos entonces a preguntarnos por nuestro destino. ¿Recalaríamos entre los muros de una catedral, en los de un monasterio o en un templo parroquial? ¿Seríamos un recuerdo para los peregrinos o consuelo para los enfermos? Preguntas sin respuesta.

Viajamos durante varios días encerrados en dos grandes cajas. Por fin nos depositaron en la parte trasera de un edificio. Perplejidad. Aquel lugar no era ni una catedral ni una iglesia. Parecía un pobre cobertizo.

Tras varios días de espera, llegó la sorpresa. Nos despertó el ritmo de una música que crecía en intensidad. Se le unieron las voces de cientos de niños y jóvenes. Risas, algazara, cantos y alegría.

De pronto, cesó la música. Se hizo el silencio. Un joven sacerdote, llamado Juan Bosco, se dirigió a los muchachos. Cuando anunció nuestra presencia, todos prorrumpieron en un sonoro aplauso. Vitorearon al Papa. Agradecieron su regalo.

Y, sin saber cómo, nos vimos ante una larga hilera de muchachos. Cada uno esperaba su rosario. Viendo la ilusión que tenían, temimos defraudarles. Nosotros, los rosarios del Papa, no estábamos preparados para aquellas vidas jóvenes. Nos habían educado para la gravedad de los rezos adultos. Habían adiestrado a nuestras cuentas para deslizarse a impulsos de dedos cargados de años. ¿Qué hacer?

Decidimos tomar prestada la voz de nuestros jóvenes dueños para aprender a rezar con ellos.

Y nos convertimos en plegaria por la madre que murió hace tiempo. Secamos las lágrimas de sus ojos, hartos de contemplar el sufrimiento a pesar de tener pocos años. Fuimos súplica y petición de perdón. Nuestras cuentas rojas esbozaron sonrisas de acción de gracias por el pan y la polenta diaria. Rezamos por Don Bosco, corazón y latido del Oratorio. Incluso nos transformamos en arado para sembrar de futuro la vida de aquellos chavales…

Y así fue cómo nuestras cuentas rojas aprendieron la cadencia de un Avemaría nueva que era plegaria joven y camino hacia la ternura y el auxilio de la Madre del Cielo.

Nota: Noviembre 1848. El papa Pío IX, injuriado y perseguido, huye de Roma disfrazado de sacerdote. Se refugia en la ciudad de Gaeta. Los muchachos del Oratorio recaudan 33 liras que envían al Papa. Concluido su exilio, Pío IX, agradecido, les envía sesenta docenas de rosarios de cuentas rojas. Se repartirán en una gran fiesta organizada por Don Bosco el 21 de julio de 1850. (MBe IV,73-78).

Fuente: Boletín Salesiano

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