Releo lo escrito y observo la vida por la ventana. Se me presenta la rúa repleta de tráfico medido en abundantes decibelios, de personas aferradas a un móvil, de mascotas que, en sus ladridos, no preguntan por el baño… Son las consecuencias de mi estado actual. Estoy ‘aislado’ a consecuencia del Covid, importado en un viaje al centro del país y de mi trayectoria institucional. Y es que estos quince días de encierro dan para pensar, para descansar, para soñar, para aburrirse…
Lo había practicado durante algunos meses. La experiencia de ir pisando camelias, caídas de su “maceta” y, a la vez, alejar las distancias cuando se acercaba algún ‘sospechoso’, porque instintivamente todos somos posibles transmisores del virus. Siempre por si acaso. Es ese leve paso hacia la izquierda para dejar que se deslice el susodicho y su acompañante; en una palabra, la psicosis del contagio que muchos llevamos en los genes. Parece que por esta vez no nos ha tocado.
Pero esta vez sí. Lo traigo en la cabeza, en la garganta y en la espalda. Mal lo puedo disimular. Hago un test de antígenos y me confirma lo que intuyo. Mis amagos de tos tosca y persistente alarman a mi gente. Comienzo a sentirme evitado en los locales, en las comidas, en las disertaciones. Hay que guardar las distancias no sea que este compañero, nos regale lo que a nadie interesa. Y esa percepción se vuele silencio, distancia, precaución. Como quien intuye que su presencia debe ser evitada. En unos días, he pasado de huir del contagio a ser contagiado. De rechazar al que quiere caminar a mi lado, a ser ‘apartado’ de la ‘familia’ con la que convivo… Y todo esto de una manera inconsciente o, al menos, espero que sea así.
Y en este tiempo de aislamiento comienzan los recuerdos. Algo has de hacer, aunque no tengas ganas de hacer nada.
Vuelve la sensación de pisar la flor de la camelia en tus paseos intentando descubrir “las espinas de la rosa”. Las camelias no tienen espinas, espinas de esas que se clavan en las manos, sino que soportan la dolorosa espina de ser pisadas e ignoradas cuando yacen en el suelo en un proceso de descomposición vital, no fácilmente comprensible.
Y el dulce regalo del día de mi cumpleaños que aquella niña me trae envuelto en una cajita en que destaca el blanco sobre el negro. Es un bombón de chocolate con leche artísticamente envuelto en su caja de cartón para que no necesite ser manipulado por nadie más que por el donante y el receptor, donde quiera y cuando quiera. Nada más sugerente que este regalo, ofrecido por una niña que no sabes cómo se llama y que recibes con júbilo y casi con lágrimas agradecidas. Minutos después, ya en un lugar apartado, abro el artístico envoltorio y contemplo el inesperado regalo. Sonrío. Dentro, por debajo del dulce, aparece un papel con una inscripción: “Tómatelo cuando te sientas mayor”.
Parece que lo del Covid va quedando atrás. La última prueba de antígenos me ha dado negativo. Respiro con fuerza. Ahora, inmunizado, pondré otros ojos a esta circunstancia que me ha tenido quince días desconfiando de mí y sospechando de todos. Se me había olvidado que la vida y las relaciones con mi grupo, con mi familia, son las que me hacen y permiten ser. En este espacio y en este tiempo, se realiza mi historia; no soy dueño de otra. Somos tiempo que perdura en el tiempo.
Y, de verdad, tengo ganas de volver a ver a Mateo, a Lucas, a Daniela, a Fabio, a Adriana, a Marcos, a Álvaro… Su vitalidad y sus ganas de vivir, lejos del Covid y otras amenazas, me obligan a mantener en su sitio el bombón de chocolate, sin abrir, a la espera de ese día que no deseo que llegue. He decidido ayunar de bombones porque aún no quiero sentirme mayor.
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