Soñar es quizás la concesión –inevitable– a los paraísos artificiales que ayudan a huir de la realidad difícil. Quizás.
El soñador fuma el opio del deseo, sobre un tapiz mágico, pero la visión que esa droga le trae es la de la querencia esplendente que se yergue ante él como una tentación fascinante.
Soñar.
Juan Bosco con nueve años tiene un sueño.
Naturalmente él encarna una suerte de arcángel del Bien, en lo que también él -estamos en un ensueño sobrenatural- acabará por convertirse.
Ve en él una muchedumbre de muchachos que se divierten. Unos ríen, otros juegan, no pocos blasfeman. Al oír las blasfemias, se lanza en medio de ellos, usando puños y palabras para hacerlos callar.
-No con golpes, sino con la mansedumbre y con la caridad deberás ganarte a éstos tus amigos –le observa un hombre venerando, de aspecto varonil.
Encendido y esperanzado -después– por sobre setenta años reproduce un clásico modo de ver y actuar en la vida: Soñar.
Soñar es apurar la vida en cada esquina sin calibrar el riesgo.
Los soñadores son hombres que pierden, y sin embargo, no conocen la derrota.
Don Bosco no solo reproduce un clásico modo de soñar sino que vuelve y vuelve a unir sobre sí las cualidades básicas del soñador, “hombre que pierde y sin embargo no conoce la derrota”.
Fulgura en sus ojos la llama de la inquietud siempre.
Pero en el día a día celebra ese saludable ímpetu creador. Como niño, muchacho, adulto, anciano rehace el ciclo, apurando su vida sin calibrar los riesgos.
Se le supone siempre genial, aunque pequeño en su estatura, pero siempre impecable en su dignidad, siendo un sugeridor amasijo de paradojas.
Su fama le hace de profesión simpático, un hombre entregado a todos los caminos, pero, en verdad, tiene un vivir profundo, con una fuerte vocación oficial por la convivencia, muchos amigos y discípulos y una relación acérrima, casi anárquica, con cualquier muchacho en dificultad.
Y sueña colegios y talleres, universidades y parroquias, seminarios y hospicios, libros y periódicos, que se hacen realidad, dándonos, una imagen de sí, de pública aureola de triunfador certero.
Es, toda su vida, un ser controvertido y utópico (ay, las utopías de Don Bosco), como les suele ocurrir a los grandes espíritus.
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