Repasamos juntos la mochila. Otra sudadera más, en Pirineos ya se sabe. Se va quince días, se me van a hacer eternos, a él se le pasarán en un suspiro. Ya no hace falta que me pida permiso, el primer campamento le cambió la vida. Me lo dijo su abrazo prolongado a la vuelta, no hicieron falta palabras. Las heridas de la adolescencia habían sanado y él sabía por fin quién era. Hay cosas que ni las madres podemos arreglar, tan solo acompañar en silencio, como cuando ves que se van a caer, ahogas el grito y preparas las tiritas y el Betadine.
Allí sanó, escuchando el eco de antiguas montañas que le devolvieron su voz y descubriendo aguas cristalinas que reflejaron una imagen que podía reconocer. Al abrigo de amigos nuevos, a la luz de una vela que, según me contó, se había ganado por ser como era. Se había sentido único, diferente, valorado, elegido para amar y ser amado. Los salesianos que lo acompañaron supieron captar enseguida su esencia y brilló, ¡no imagináis cómo brilló! Yo nunca le había visto tan feliz y esa felicidad perdura hoy, forjada a base de cariño y confianza en él.
Hoy vuelve a salir de casa con su mochila. Es su último año, lo sabe y se siente agradecido. Ha crecido por fuera, empiezo a ser consciente de cuanto, pero sobre todo por dentro, se le ha agrandado el alma y la sonrisa. Sé que le irá bien, María Auxiliadora se ha colado en el último bolsillo de su mochila. Estoy tranquila. Baja la cuesta y le pierdo de vista. Parzán le espera. En la puerta, el más peque pregunta:
—¿Cuándo podré ir yo, mamá? Se le ve tan feliz.
Le sonrío y le digo:
—Cuando estés listo para estrenar la mochila de la libertad.
—¿Y eso dónde se compra, mamá?
—Eso se gana, hijo, se gana.
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