El peregrino siguió caminando. Era feliz porque no llevaba peso ni equipaje. Todo ese tiempo vivió de lo que ganaba contando alguna historia en los pueblos que encontraba en su camino hacia aquello que más anhelaba: su libertad. Un día, un muchacho pálido de ojos tristes quiso seguirlo porque quería ver el mar. Era huérfano y tampoco llevaba peso que dificultara el viaje. El peregrino meditó un momento en la posibilidad de tener compañía, de entablar otra conversación que no fuera la que mantenía consigo mismo. Se sentía bien así, en una soledad elegida y temía perder su felicidad o no encontrar la ansiada libertad. Reconoció entonces que había algo que desconocía, que quizás era importante saber y que no le parecía fácil. Decidió aprenderlo y puso en ello toda su voluntad.
Frente al mar, acompañado de un muchacho algo menos pálido y menos huérfano, estrenó una libertad que no esperaba, una libertad compartida que había nacido con el arte de aprender a escuchar.
Y así cada día, en mi camino, me siento como ese peregrino, me tienta perderme en mis cosas, en mis pensamientos y sueños pero sé, que como un don que mana de lo más íntimo, como la esencia para la que fui creada, escuchar a otros se ha vuelto más que nunca imprescindible. Y aquí lo dejo escrito: nací para escuchar. ¿Y tú?
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