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Fundador
Vivimos la época más atónita y blasfema.
Pero he aprendido a hablar con el idioma
de los muertos.
Salgo para Ciudad Real con escasos 20 años.
Me despide mi padre en la estación Ferrocarril.
Instalado en mi departamento
coloco la maleta cartón-piedra.
Ronca ya la despedida,
mientras pienso en La Mancha, que voy a conocer.
– Según sales de la estación, a mano izquierda,
queda el nuevo Colegio Santo Tomás de Villanueva.
Vas como fundador.
Maestro, asistente, coordinador de música.
Esta es la canción escrita y firmada
por el provincial Maximiliano Francoy.
Me siento.
Surco el océano de las llanuras manchegas.
Las querré siempre.
“Dadme un libro, una fuente, una montaña,
una música de fondo, un río corriendo,
los acantilados del Cantábrico,
y os prometo una eternidad
de cosas sentidas y queridas”.
– ¡Los Yébenes! –grita la voz del jefe de estación.
“He sido niño, muchacho, y ahora hombre
–me tengo que tallar en breve–,
amo el desorden en lo exterior
y la inquietud en el espíritu,
creo que hay dos cosas corrosivas:
la sensualidad y la impaciencia;
No fumo (por imperativo legal y por el bofetón
que me pegó mi padre al pillarme fumando el primer pitillo),
no bebo vino (consecuencia beatífica del noviciado; ahora
me priva, sobre todo, si es Pago de Capellanes),
odio el café (hasta los infartos, tomaba 7 u 8 al día),
las otras religiones (“fuera de la Iglesia católica no hay salvación”),
los toros (hasta que Curro Romero me brindó una oreja),
el militarismo de pasodobles y marchas (hasta que mi hermano cargó con el Cristo de Mena),
la bandurria y la pena de muerte,
sé que vengo a Ciudad Real
como maestrillo,
para poder empaparme de esa luz
no usada que transfigura el mundo
y que nos invita a navegar “por un mar de ajustes”.
Traigo calzador.
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Casa, cuna y maternidad
Intenso,
llego a la estación de Ciudad Real.
No me espera nadie,
ni falta que hace.
“¡Soy fundador, oye!”.
Pretendo traer algo de un lugar que no existe.
He vivido La Mancha en los libros.
Aspiro aquí a desenlaces nobles e indoloros.
Camino por la calle indicada.
Ni rastro del “Colegio Santo Tomás”.
Tras el diluvio seco de informaciones de ayer
en Madrid,
hoy ya en Ciudad Real es nunca.
Largos muros recorren toda la calle,
a derecha e izquierda.
Lonjas y más lonjas con maderas y trastos.
Anochece pronto.
Encuentro un guardia urbano y le pregunto.
Conoce jesuitas, marianistas, claretianos.
“Alesianos” no, para nada.
Yo le digo, es que llegamos ahora.
Regreso a la estación.
Me palpo el botón de la sotana:
El calzador de mi madre, el tirachinas,
la cartera con los documentos.
Avanzo de nuevo. Tuerzo la cabeza.
En un rincón, la insolencia de un letrero:
“Casa Cuna y Maternidad”.
Las palabras no soportan el ultraje
del tiempo, la interperie, el desuso
y se vengan huyendo hacia el olvido.
Toco el timbre: ring, ring…
Asoma la cofia paracaídas de una monja.
Se expresa con la voz más solemne
de su garganta profunda,
el ademán de mármol.
– “Los Alesianos han llegado,
¡los Alesianos!”.
Los más nobles y desgarrados de chicos de la ciudad
caen sobre mí sin miramientos
despojándome casi casi de la sotana
y de la teja, que no volví a ver.
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Alpargatas
Yo solo comparto quince días
con los chicos de la nueva Escuela Hogar.
Los quince últimos del mes de noviembre de 1961,
mientras llega toda la comunidad
para el 1 de diciembre.
Desde ese momento, desarrollo una forma distinta
de situarme en el mundo
sin aceptar compañeros de viaje
y empecé a asumir la escritura
con un empeño insaciable.
Se pegan a mis idas y venidas
por el antiguo “Hospicio de San Francisco”
tres chavalotes que apelan de continuo
a la estepa de su infancia,
a una soledad común con los demás.
A todo lo que eso provoca.
Recuerdo perfectamente sus nombres:
José María Llorente, Juan José Mejías y Joaquín Caraballo.
Pregunto los nombres de los cien primeros.
De dónde son. Cuántos años tienen.
Qué estudian. Qué quieren.
Su grito de auxilio no me pasa desapercibido.
Niños traspapelados en babero azul.
Garzones de pantalones de pana burda.
Todos en feroz desamparo hasta en los pies.
Calzan alpargatas de tela blanca
sobre plantillas de goma negra.
“El calzador de mi madre, podría hacer milagros”, me digo.
Y como tendemos a tapar los huecos, donde no tenemos a nadie,
pienso que lo primero que habrá que hacer es comprarles
calcetines y zapatos.
No basta rellenar los vacíos con cualquier resina,
ni con cualquier sustancia, ni con cualquier compañía malograda.
Ellos me dejan ver la necesidad de recobrar
remotamente a la madre que no hubo,
o que no llegó, o llegó tarde y mal.
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Madres imposibles
Imprevisto.
Imprevistos.
En aquellos quince días imprevistos,
advierto en los chicos altas dosis de desamparo.
No de desconcierto, sino de extravío.
Madres que se casan demasiado pronto,
o que no se casan.
Embarazo imprevisto,
novios imprevistos,
hijos imprevistos,
abortos imprevistos.
Seres incapaces de fijar relaciones de afecto,
si no vienen afianzadas
por una avería,
por un desengaño,
por la herida de sentirse fuera de sitio.
Madres imposibles
que condenan a sus hijos a casa de los abuelos,
o a la intemperie del Hospicio,
o a la frialdad de vecinos o conocidos,
o a la pasión desbocada de celos, ruindades,
con la garra abrumadora del vicio
o del desdén.
Me voy con los chicos “a ver” la ciudad:
San Pedro, la catedral, los jesuitas, la
Plaza Mayor
con la sorpresa abrumadora
de quien se detiene ante un río
y sólo ve un río por fuera.
– “DonPaco”, soy de Valdepeñas, y yo de Granátula.
– Yo de Malagón, yo de Fernán Caballero.
– Yo de Puerto Lápice, yo de Socuéllamos.
Me agarran de la sotana una y otra vez,
con feroz desamparo.
Estos chicos quieren amistad, la amistad
como último postigo de desesperación.
Nada más que amistad.
Nada más es posible.
No sé si estoy capacitado.
Qué vivencia Paco!! Cuanto desamparo y desesperación por ser escuchado, querido. Que suerte la mía. Yo nací en el 63 y dos años antes como vivían muchos niños, podría haber estado también en un hospicio. Pero llegaste tu a ese lugar y todo, todos fueron a ti en busca de consuelo, de cariño y salvación. Yo hubiera hecho lo mismo que esos niños. Bonita historia y vivencia la tuya.
De un ciudadrealeño, nacido en la calle del Tinte (seguro que te suena, Paco), salesiano hasta los tuétanos, mi abrazo mas sincero y mi enhorabuena por este relato tan hermoso. José Miguel Guzmán, el bueno es mi hermano.