Deambulaba yo, siniestra e inmaterial, por la calles de Turín. Eran tiempos de gran actividad para las enfermedades de pulmón que medrábamos a costa de la vida de los pobres. Hallaba en las clases proletarias mi mejor acomodo. El escaso alimento, las jornadas de trabajo agotador y la ausencia de médicos y medicinas abrían el camino a mi trabajo letal.
Todavía recuerdo aquel verano. Un calor agobiante y malsano me llevó hacia un lugar lleno de niños y jóvenes. Maldije mi suerte. Siempre detesté segar vidas abiertas al futuro. Al comprobar que mi próxima víctima no era ningún pequeño, sino un cura llamado Don Bosco, respiré tranquila y me dispuse a abordar la tarea.
Comencé por activar la fiebre; al principio imperceptible, luego persistente. Le quité el apetito para debilitarle. Finalmente anidé en el interior de sus pulmones. Comenzó la tos y el agotamiento. Los leves carraspeos iniciales crecieron en intensidad. Hube de emplearme a fondo. Aquel cura poseía gran fortaleza física y admirable reciedumbre interior.
Semanas después conseguí la primera tos con sangre. Cuando el joven sacerdote descubrió un esputo sanguinolento en su pañuelo, advertí un temblor en sus manos. Me desafió lleno de coraje y siguió jugando con sus muchachos. Pero él y yo sabíamos que estaba vencido.
Dos días después se desmayó. Le llevaron a la cama. Llegó el médico. En la mirada resignada del doctor noté mi triunfo: era cuestión de esperar.
Pero entonces ocurrió lo inesperado. Desde el interior del cura vencido observé cómo desfilaban los muchachos por la austera habitación. Apretaban las gorras de obrero entre sus manos encallecidas. Los ojos de los más pequeños temblaban ante el temor de una nueva orfandad. El afecto y la admiración se mezclaban con la impotencia en las miradas de los jóvenes mayores. Por las comisuras de sus labios, la rabia se fundía con las plegarias.
Cerré mis ojos de enfermedad para no sentir aquellas miradas. Pero desde mi oscuridad continué escuchando el rozar de sus alpargatas sobre el suelo… lamentos que se convertían en súplicas ante el Dios de la vida.
Todavía no sé porqué lo hice. El caso es que decidí abandonar. De puntillas crucé la puerta de la habitación; una puerta que los muchachos de Don Bosco habían abierto de par en par para que entrara la Vida.
Nota. Julio de 1846. Don Bosco, gravemente enfermo, está a punto de morir. Sus muchachos le visitan y rezan. Vencida la enfermedad, Don Bosco les dirá: “Estoy convencido de que Dios me ha conservado la vida gracias a vuestras súplicas; la gratitud exige que yo emplee toda mi vida para vuestro bien temporal y espiritual. Así prometo hacerlo” (Memorias Biográficas. Tomo II. Pág. 371-373).
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