Llevaba varios días luchando por ver la luz. Deseaba con todas mis fuerzas abandonar las angosturas del lacrimal y sentirme libre. Las penas de Don Bosco oprimían mi cuerpo de lágrima transparente.
Los dueños del prado, donde ahora jugaban los chicos, habían rescindido el contrato. Cuando el sol se deslizara por el horizonte, los muchachos abandonarían para siempre aquella pradera que había sido su hogar durante los últimos domingos. Concluían definitivamente juegos, amistades y sueños. Don Bosco y sus muchachos habían peregrinado en busca de una tierra prometida. Pero se cerraban todos los caminos. Ya no había ni horizonte, ni futuro: ante ellos se desplegaba una despedida definitiva.
Avanzaba la tarde. En varias ocasiones noté cómo cedía la presión del lacrimal… Pero cada vez que me disponía a dejarme caer por el tobogán del llanto, acudía algún muchacho. Y entonces Don Bosco, haciendo acopio de entereza, ocultaba su pena, evitaba el sollozo, sonreía, pronunciaba una frase ingeniosa y anunciaba un mañana cargado de futuros.
Por fin pude escapar. Aprovechando un momento de soledad me asomé por la parte inferior del ojo y me deslicé por su mejilla.
Me alegre por Don Bosco. Porque, aunque las lágrimas seamos hijas del dolor, dejamos una huella de paz y sosiego tras nuestro paso. Es la misión de nuestra corta vida… Me sentí orgullosa de haber contribuido a desahogar el sufrimiento de aquel hombre bueno.
Fue entonces cuando le escuché musitar una oración: “Dios mío, ¿por qué no me señaláis claramente el lugar en dónde queréis que reúna a estos chicos?”.
De pronto, mientras mi cuerpo de lágrima se desvanecía, llegó un hombre. Se inclinó ante Don Bosco a modo de saludo. Comenzó a hablar a trompicones. Tartamudeaba… Presté atención. Pero mi cuerpo se evaporaba rápidamente… mi conciencia se diluía en el aire…
Y de repente todo cambió. El rostro del joven sacerdote se iluminó: ¡Aquel hombre le ofrecía la posibilidad de alquilar un pequeño cobertizo para reunir a sus muchachos!
Don Bosco recorrió el prado a grandes zancadas. La brisa del atardecer aceleraba mi desaparición. Se extinguía mi vida… Pero antes de evaporarme, contemplé el cobertizo. Era pobre, estrecho y humilde, pero en él cabían las ilusiones y la dignidad de todos los jóvenes del mundo… Don Bosco haría de él, su tierra prometida. Y aunque pereza mentira, en mi rostro de lágrima, se dibujo una sonrisa.
Nota: 15 marzo 1845. Don Bosco debe abandonar el prado de los hermanos Philippi. No tiene dónde reunir a sus muchachos. Angustiado por la situación afirma: “me conmoví hasta las lágrimas”. En este momento llega Pancracio Soave y le ofrece la posibilidad de alquilar el cobertizo Pinardi, donde se ubicará definitivamente el Oratorio.
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