El soneto

Las cosas de Don Bosco  |  José J. Gómez Palacios

16 enero 2024

Tejiendo palabras

Nací en la mente del joven seminarista Juan Bosco. Crecí con los trazos firmes que brotaban de su pluma. Él, y nadie más que él, entretejió mis catorce versos en la urdimbre del telar de las palabras. Mis rimas fluían con suave sonoridad. Mis frases asemejaban una bandada de aves dispuesta a alzar el vuelo. Me sentí orgulloso de la armonía de mis estrofas.

No obstante, cuando tomé conciencia de mi interior, todo comenzó a cambiar. El brillo de mis frases era puro maquillaje: halagos concatenados para recibir al señor obispo. Me resigné a ser un cúmulo de palabras hermosas pero hueras. Confié mi suerte a la voz armoniosa de mi joven creador. Su dicción daría lustre a mi presentación en sociedad.

Juan Bosco dobló cuidadosamente el papel en el que se alojaba mi cuerpo. Me guardó en el bolsillo de su humilde chaqueta. Caminó. ¿A dónde nos dirigíamos?

¡Cuánto me hubiera gustado no tener que enfrentarme al triste destino que me aguardaba!

Me entregó al alcalde del pueblo. Éste me tomó entre sus manos. Sus ojos recorrieron mis versos. Comenzó a leerme a trompicones: ausencia de entonación y carencia de modulación. Cada palabra que asomaba por su boca era como un arañazo sobre mi fina piel. El joven Juan Bosco le propuso cómo declamarme. Pero el regidor municipal respondió con autosuficiencia: “¡Déjalo de mi cuenta, muchacho!”.

Llegó el día de mi estreno. Plaza abarrotada. El obispo y las personalidades se hallaban sobre el estrado. Se hizo el silencio. El alcalde desplegó el papel y comenzó la recitación. A medida se sucedían sus yerros y equivocaciones, brotaban risotadas y chanzas entre los vecinos. Hasta el señor obispo pugnaba por mantener su circunspecta compostura.

Un sudor frío afloró por los poros de mi cuerpo. Aquel hombre me estaba exponiendo al peor de los ridículos. En mi desesperación, busqué a Juan Bosco. Se cruzaron nuestras miradas. Su rostro reflejaba la tristeza de una decepción presentida.

No cesaron las carcajadas hasta que el alcalde concluyó. Descendió avergonzado del estrado. Fue entonces cuando sentí cómo arrugaba mi cuerpo con rabia. Luego, me lanzó con desprecio contra el tronco de un árbol. Quedé tirado en el suelo: ajado mi cuerpo y lacerados mis sentimientos. Aguardé el final de mis días.

Cuando ya se cerraban mis ojos, Juan Bosco llegó hasta mi dolor. Me tomó con ternura. Alisó mi cuerpo. Me guardó en su bolsillo. Sentí su aprecio. Retornó la esperanza a mi vida de soneto. Ya nunca me separé de él.

Así fue cómo descubrí que Juan Bosco no sólo era un maestro en el arte de dar vida a los sonetos; lo era también ofreciendo nuevas oportunidades a quienes una circunstancia injusta nos arrojó contra el suelo de la vida.

Nota: El alcalde de un pueblo cercano a Castenuovo, deseoso de quedar bien ante el señor obispo, encarga un soneto al joven Juan Bosco. Juan Bosco cumple con el encargo. Las pocas luces del alcalde y su escasa formación convertirán la recitación del poema en un despropósito (MBe I, 353-355).

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