A los amigos y amigas lectores del Boletín Salesiano os saludo con cordialidad y haciéndoos llegar mis mejores deseos en este nuevo Año 2024 que hemos inaugurado. Deseo de todo corazón que sea un año lleno de la presencia de Dios en nuestras vidas y colmado de bendiciones.
Sabéis que acostumbro, siempre que me es posible, a escribir este saludo compartiendo algo que haya vivido y que me ha impactado por un motivo u otro. Pues bien, me encontraba el día de la Epifanía del Señor (el 6 de enero) en mi pueblo natal, Luanco-Asturias, sintiéndome muy en conexión con mis raíces y con el mar y la naturaleza que me vio nacer y crecer, así como con mis paisanos, y en tal día fui a celebrar la Eucaristía. Amablemente el párroco de mi pueblo me concedió ese privilegio mientras él se iba a otra de las parroquias que tiene confiadas. Así pudimos celebrar esta solemnidad en más comunidades cristianas.
Pues bien, lo que quiero contar es que fue una mañana en la que el Señor me tenía preparados unos inesperados encuentros en los que, al conocer la situación de algunas personas, llegaba a mi corazón la certeza de cómo el Señor consuela y conforta aún cuando el dolor, la enfermedad o la limitación se hayan instalado en algunas vidas.
Testimonios de fe
Comencé mi jornada, antes de celebrar la Eucaristía visitando a una persona ya de avanzada edad que había sido por muchos años médico en mi pueblo. Un gran médico de familia, creyente. Por cierto, ex alumno salesiano en Salamanca. Por años y años era una de las figuras de las que oía hablar a mis padres ya que alguna vez se iba al médico. Pues bien, en esta visita familiar que le hice, respondiendo a la invitación de su hija, me encontré con un hombre de fe que me decía que solamente pudo dar como médico algo de lo mucho que había recibido de Dios y que ahora, con una enfermedad pesada, solo le pedía al buen Dios que lo prepare para el Encuentro con Él. Era tal su convicción y su paz que me fui a celebrar la Eucaristía habiendo recibido ya mi dosis de ‘buena palabra al oído’.
Y en la Eucaristía me encontré, como otras veces, a un joven de no más de 32 años que a causa de un accidente vive desde hace años en silla de ruedas. Incluso en silla de ruedas se ha ido con su madre a la India para tomar contacto con los más pobres. Y de mi joven amigo me impresiona con qué serenidad y con qué sonrisa y alegría en el corazón vive; la misma con la cual participa en la Eucaristía de cada día y con la que recibe al Señor. Y este joven amigo tendría seguramente todo a favor como para renegar de “su mala suerte”, o incluso peor aún: podría culpar a Dios de ello, pues solemos hacerlo cuando algo nos supera. Pero no, sencillamente vive sin compadecerse de sí mismo y agradeciendo el don de la vida aún en silla de ruedas. Al final de las celebraciones, cuando lo veo, siempre nos saludamos y sus palabras siempre son de agradecimiento, pero soy más bien yo quien debiera agradecerle el grandísimo testimonio de vida y de fe en el Señor de la vida que él nos da a todos.
Así de hermoso e impactante venía siendo mi día de Epifanía cuando a la salida del templo un matrimonio de media edad me saluda y felicita el año. También con rostros de alegría; más alegría y serenidad veía en el esposo (aquejado de cáncer), que en su amada esposa (que sufría por él). Pero ambos me hablaban de su certeza de que deben vivir este momento y la enfermedad confiados y abandonados en Dios.
Y por último, entre todos los saludos me faltaba un último. Una madre de avanzada edad que al presentarse me recuerda que algún año atrás ha perdido a uno de sus hijos fallecido por enfermedad, y que ella, en estos momentos estaba sufriendo un cáncer. Sólo me pedía que la tuviera presente ante el Señor. Le pregunté cómo se sentía y me dijo que, con dolores, pero muy confortada en la fe. Puedo asegurarles que no tenía palabras que decir porque había sido muy intensa la emoción que viví a lo largo de toda la mañana y los testimonios de vida que llegaban a mí y que me sobrecogían.
Cosas grandes en los humildes
Y no podía por menos que prometer mi oración a cada uno, y así lo vengo haciendo, y al mismo tiempo tomar conciencia, una vez más y más fuertemente, de cómo el Señor sigue haciendo cosas grandes en los humildes, en los más golpeados por situaciones de la vida, en quienes sienten que sólo Él es realmente consuelo y auxilio.
Y me parece tan importante todo esto que no puedo guardarlo para mí mismo. Hasta pareciera que de esto no se puede escribir, quizá porque no está de moda, quizá porque hoy se habla de otras cosas, pero yo me rebelo ante todo lo que me impida compartir y testimoniar lo que es importante, profundo y esperanzador en nuestras vidas. Y no sé por qué pero tengo la intuición de que no pocos lectores se sentirán en sintonía con esto que cuento y que yo mismo he vivido, porque lo aquí narrado, acontecido en una mañana de Epifanía en un pequeño pueblecito cercano al mar, no solo ocurre ahí. Es decir, forma parte de nuestra condición humana y en ella, el Señor siempre está a nuestro lado si le permitimos que lo esté.
Os deseo todo lo mejor, queridos amigos y amigas. Y sigamos creyendo que en todo momento, aún en los más difíciles, tenemos motivos para la esperanza.
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