Salesianos, ¡no nos dejéis solos!

15 marzo 2024

Aquella primera tarde en el oratorio con tan solo 10 años sabiendo que tiene que volver al infierno de la obra y abismado de tal manera por la figura del santo, pronuncia con una voz temblorosa y blanca al cruzar el umbral oratoriano: “por favor, Don Bosco no me deje solo”. Es la voz de José Buzzetti, primer salesiano coadjutor, que vio pasar toda su vida en instantes junto a él, la noche agonizante del 30 de enero de 1888.

“No me dejes solo” ¿Cuántas veces habremos escuchado esa frase de los labios de un joven?

Cada día que pasa escucho y deberíamos escuchar (por desgracia) cada vez más palabras como estas o similares. El grito desgarrador de jóvenes que quieren salir de su miseria, que en España suele ser con mayor tendencia psicológica o anímica más que material, aunque las haya también.

“No me siento bien”, “necesito que me ayudes”, “no puedo estar solo”, “es por la noche, cuanto más me vienen esos pensamientos a la cabeza y las ganas de hacerme otro porro, por favor, no me dejes solo”

Hace poco acabando la Eucaristía de la mañana recibo varias llamadas al teléfono, decido cogerlo al salir de la capilla y dice una voz temblorosa: “estoy solo en casa dando vueltas continuamente, hasta la tarde no viene mi hermano, puedo ir al colegio a estar contigo, sino voy a volver a liarme otro y no quiero”.

En ese momento, cambiamos nuestros planes por ellos. Porque la asistencia salesiana es la forma y el gesto concreto con los que se puede salvar a los jóvenes. “Mientras estamos entre ellos son mejores”.

Estaba cercana la fiesta de la patrona y aquella mañana fuimos a la basílica donde se encuentra, al llegar a la plaza me dijo que quería entrar directamente (este chico, cristiano no practicante y con una fe espontánea que si lo viéramos por la calle caeríamos en prejuicios totalmente opuestos e incluso nos cambiaríamos de acera) entró mientras yo me quedé con otros chicos fuera. Al entrar al templo, no lo vi hasta que en la esquina (en lo escondido) de una pequeña capilla lloraba y rezaba a un Cristo de la Reconciliación cayendo lágrimas como mares. ¿Quieres confesarte? – Le dije. Desde Primaria que no lo hago, ¡qué dices, qué vergüenza! – me respondió. Tras estar ayudándole a prepararse, con libertad quiso realizar el sacramento y le llevé a un sacerdote. Tras mucho tiempo, salió con una sonrisa (a la que espero que vuelvan dientes), llorando de alegría, abrazándome y diciendo: “¡Hacía tiempo que no me sentía tan libre!”

Cuando era novicio, recuerdo unas buenas noches del Rector Mayor frente la cassina di Don Bosco en el Colle (Turín) donde dijo: ¡Novicios, ojalá no existiéramos los Salesianos, ni la Congregación, ojalá! Todos nos mirábamos sin dar crédito de las palabras de Don Ángel, pero prosiguió: “sí, digo que ojalá no existiéramos los salesianos, porque eso sería decir que no hay jóvenes ni pobres ni abandonados. Ojalá no hubiera ninguno”.

Pero ahí estamos nosotros, salesianos, escuchando la voz de Dios en los jóvenes que nos gritan: ¡no nos dejéis solos!

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