
Joana Monzó
Mientras la calle principal del centro de la ciudad es atravesada por cientos de personas para exigir el fin del genocidio en Gaza, tú sales de una zapatería con unas sandalias nuevas. Cruzas, cabizbaja, la avenida entre banderas y pancartas. Y piensas, ¿para qué?
Has caído en la desafección, y no te culpo. Ya no crees en la política, te cuesta escuchar las noticias, mantenerte informada. Las redes sociales solo te muestran chorradas y no es de extrañar ya que hace tiempo que solo te detienes en vídeos de guasa, y ya sabes que el algoritmo está atento a “tus intereses”.
Intentas ser coherente con tus opciones de vida, con tus acciones diarias (dónde compras, cómo te mueves, cómo te expresas, qué consumes, el impacto que generas…) y abres el contenedor de orgánico de tu manzana y todo está mezclado y en bolsas de plástico que no son degradables. No debería ser tan dramático, pero al minuto generas un paralelismo entre la forma de reciclar de tus vecinos y el egoísmo endémico de esta sociedad. Todos van a la suya,- te dices.
Acaba de llegar y ya se ha puesto la primera para subir al autobús. ¿Qué más le da que el resto lleve 10 minutos esperando? -“Los últimos serán los primeros”, se lo ha tomado al pie de la letra- murmuras.
Te enfadas, reniegas y te hartas de juzgar. Yo tampoco soy perfecta- admites. Pero hoy estás cansada de buscar el lado bueno de las cosas. La amabilidad en las personas que te cruzas, aunque sabes que hay mucha. Hoy no te sale tener un pensamiento positivo para acabar el día.
Te acuestas con un podcast de «true crime» porque la tertulia de política de la radio es demasiado dolorosa para soportarla. Mañana será otro día.
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